19/07/2022 | 06:00
[Extracte del primer capítol del llibre Filosofía ante la crisis ecológica, editat per Plaza y Valdés aquest 2022, on Marta Tafalla fa una proposta de convivència amb les altres espècies del planeta a partir de tres eixos: decreixement, veganisme i rewilding.]
Todos los que faltan
La organización ecologista WWF publica cada dos años una nueva edición de su informe Planeta Vivo, en el que ofrece una visión panorámica de la salud de la Tierra. En su edición de 2018 alertó de que entre 1970 y 2014, en menos de cincuenta años, las poblaciones de animales salvajes vertebrados habían disminuido en una media del 60%. En su edición de 2020, advirtió de que el descenso entre 1970 y 2016 era ya del 68%. Detrás de ese declive hay innumerables animales que han perecido de hambre o por enfermedades en ecosistemas degradados, que han visto morir a sus crías o que han sido cazados o pescados. En ese descenso hay, pues, una cantidad ingente de sufrimiento individual. Pero, por otra parte, los animales salvajes son agentes fundamentales para el buen funcionamiento de los ecosistemas, y que sus poblaciones decrezcan implica consecuencias para otros seres, para los ciclos naturales y para la biosfera en su conjunto. Si esa velocidad de descenso se mantiene, el futuro de la biosfera será catastrófico a corto plazo.
Otro estudio ayuda a entenderlo. En 2018, Yinon M. Bar-On, Rob Phillips y Ron Milo publicaron un artículo de investigación titulado “The biomass distribution on Earth“, donde calculaban qué proporción de la biomasa del planeta corresponde a humanos, otros animales, plantas y microorganismos. Los resultados son alarmantes: de todos los mamíferos que hay en la Tierra, solo el 4% son salvajes; el resto somos humanos y mamíferos domesticados. Los humanos sumamos un 36% y el ganado un 60%. De las aves, solo el 30% son salvajes, mientras que el 70% son aves criadas por la industria ganadera. Este estudio nos revela la otra cara de la reducción de las poblaciones de animales salvajes: disminuyen porque las substituimos por humanos y animales de ganadería. Mientras exterminamos a los animales salvajes que hacen funcionar la biosfera, los humanos nos expandimos por ella y la llenamos de ganado, que es uno de los principales emisores de gases de efecto invernadero y una de las causas fundamentales de contaminación del agua y los suelos.
En 2019, la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos (IPBES por sus siglas en inglés) publicó el Informe de la Evaluación Mundial sobre la Diversidad Biológica y los Servicios de los Ecosistemas. De los muchos datos preocupantes que ofrece, destaco tan solo unos pocos: el 75% de la superficie terrestre ya ha sido alterada de manera significativa por la actividad humana, como lo ha sido también el 66% de la superficie oceánica, mientras que hemos perdido ya el 85% de la superficie que ocupaban los humedales. De los 8 millones de especies de animales y plantas que se estima que existen, un millón se encuentran en peligro de extinción y muchas de ellas podrían desaparecer en décadas.
El informe explica también que, actualmente, los seres humanos extraen más bienes naturales de la Tierra y producen más desechos que nunca antes. A nivel mundial, los cambios en el uso de la tierra son la causa principal de la degradación que se está produciendo en los ecosistemas terrestres y de agua dulce, mientras que la explotación directa de peces y mariscos provoca los impactos más importantes en los océanos. El cambio de uso de la tierra se debe principalmente a la agricultura, la ganadería, la silvicultura y la urbanización. Respecto a la agricultura, su expansión hacia ecosistemas intactos varía de unos países a otros, pero las pérdidas de ecosistemas intactos se han producido principalmente en los trópicos, que atesoran la mayor diversidad biológica del planeta. Entre 1980 y 2000 se perdieron 100 millones de hectáreas de bosques tropicales. En América Latina, la ganadería destruyó 42 millones de hectáreas, mientras que 7,5 millones de hectáreas fueron eliminadas en Asia sudoriental por las plantaciones, el 80% de las cuales son de palma aceitera. Respecto a la urbanización, a nivel mundial las zonas urbanas se han duplicado con creces desde 1992.
Necesitamos los datos globales, porque revelan la magnitud del daño causado a nuestro hogar común, pero al mismo tiempo es importante prestar atención a cómo ese daño se manifiesta a escala local. Yo resido en el área metropolitana de Barcelona y trato de entender cómo se concreta esa situación aquí. El 17 de diciembre de 2019, el Departamento de Territorio y Sostenibilidad de la Generalitat de Catalunya organizó una presentación de los Informes de Aplicación 2013-2018 de la Directiva Hábitats y la Directiva Aves, requeridos por la Unión Europea. La jornada tuvo lugar en el Palau Robert de Barcelona, donde nos reunimos unas pocas decenas de académicos, responsables de la administración, periodistas y representantes de grupos ecologistas para escuchar a los autores de los informes.
Los datos que se nos ofrecieron aquella mañana fría de finales de otoño son desoladores. De las especies de fauna y flora de Catalunya consideradas de interés comunitario, el 75% está en riesgo y del 13% no hay datos suficientes. Las plantas, los animales invertebrados y los peces son quienes experimentan un mayor declive. De los hábitats de interés comunitario, un 58% presentan un estado de conservación desfavorable y del 18% no hay suficiente información. Los hábitats más amenazados son los litorales, las aguas continentales, los cauces de los ríos, los bosques de ribera y los ambientes abiertos ligados a actividades agrícolas y prados. De los hábitats forestales se nos dijo que, aunque ocupan una gran superficie que no ha dejado de aumentar en estos últimos años, a menudo son bosques con escasa biodiversidad. Los allí presentes compartimos miradas de consternación y la atmósfera colectiva era de abatimiento. La síntesis que ofreció Ferran Miralles, director general de Políticas Ambientales y Medio Natural, fue clara: “En buena parte estamos en caída libre”.
Entre el público me encontré con Rosi Carro, quien trabaja para la Fundación Franz Weber. Las dos coincidimos en lo que nos parecía más deprimente de aquella presentación: los problemas se habían descrito de manera precisa y, sin embargo, cuando se habló de posibles soluciones, tan solo se mascullaron vaguedades y formalismos. Ni una sola medida concreta e inmediata que permitiera comenzar a revertir la situación. Y eso no es una peculiaridad de aquella sesión en concreto, sino que parece ser la norma en nuestra manera de abordar la catástrofe ecológica. ¿Es porque no nos creemos los datos? ¿O es porque no tenemos valor para actuar? Hace décadas que deberíamos haber reaccionado, pero seguimos contemplando la destrucción que causamos y documentándola fielmente sin hacer apenas nada para evitarla. Los seres humanos estamos dotados de una creatividad fabulosa y un poder inagotable a la hora de generar problemas de alcance global, hacemos gala de una capacidad formidable para analizar esos problemas de forma meticulosa y elaborar unos excels y unos power points de matrícula de honor y, sin embargo, a la hora de resolver esos problemas que nosotros mismos hemos creado, parecemos criaturas impotentes y desconcertadas, animalillos torpes e incapaces. El nombre que nos hemos otorgado es Homo sapiens, pero la parte del sapiens parece ser de quita y pon.
20 años no es nada, decía la canción. 30 años, tampoco
30 años es muy poco tiempo. Mientras escribo estas páginas, recuerdo con bastante detalle cómo era mi vida hace tres décadas. Por aquel entonces estudiaba la carrera de Filosofía y perseguía a todo el mundo, familia, amigos, a cualquiera, con debates interminables. Recuerdo que siempre hacía bromas y reía muchísimo, con carcajadas sonoras que me era difícil dominar y de tanto en tanto me costaban una bronca. Tampoco sabía dominar aún la pasión por la escritura, que me desordenaba las horas de comer y dormir. Recuerdo excursiones por el Parque Natural del Montseny con algunos compañeros de carrera, y caminatas por el Parque Natural de Sant Llorenç del Munt i l’Obac con un par de amigas discutiendo sobre panteísmo. Recuerdo mi primer viaje al extranjero, un recorrido en tren por el sur de Alemania que diseñé yo misma y disfruté con mis padres, y recuerdo aprender a usar mi primer ordenador. La vida en general y la mía en particular han cambiado considerablemente desde entonces: ahora se viaja mucho más, la tecnología se reinventa cada temporada y yo me he vuelto más ordenada y silenciosa, pero aquella realidad todavía me resulta muy próxima. Guardo en la memoria retazos de conversaciones que podría retomar hoy en día.
Dentro de 30 años, si sigo viva, estaré disfrutando de la jubilación. A veces trato de imaginarme ese futuro y hago planes a cuál más estupendo. Si la salud me acompaña, tendré mucho tiempo para leer, escribir, quedar con las amigas y salir al monte a ver pájaros. También podría ponerme a estudiar permacultura en serio y dedicarle tiempo a alguna ONG. Sin embargo, en tres décadas, la Tierra podría ser un lugar muy distinto al que es ahora y bastante menos acogedor. Si algunas previsiones son correctas, mis años de jubilación serán una pesadilla.
Un informe que la ONU publicó en 2019, Global Linkages – A graphic look at the changing Arctic, sostenía que, incluso si los países reducen sus emisiones de gases de efecto invernadero para cumplir con los objetivos del Acuerdo de París, en 2050 la temperatura invernal del Ártico habrá aumentado entre 3 y 5 grados, y para 2080 habrá aumentado entre 5 y 9 grados. El Ártico es el hogar de 21.000 especies de plantas, hongos, mamíferos, aves, peces, insectos y otros invertebrados. Muchas de las especies animales son migradoras y pasan parte del año en otros lugares, conectando así distintos territorios. También es el hogar de 4 millones de humanos, el 10% de los cuales son indígenas y conservan culturas y lenguas milenarias, fuertemente enraizadas en sus ecosistemas. Todas esas formas de vida podrían ser imposibles en solo tres décadas.
La mayoría de las emisiones de gases de efecto invernadero se originan fuera del Ártico, pero afectan de manera alarmante a este territorio único y, a su vez, si el Ártico colapsa, como parece que así será, tendrá un impacto brutal más allá de sus fronteras. El hielo del Ártico, como el de la Antártida, es la memoria presente de la última glaciación y tiene un papel decisivo en la estabilidad del clima global. El colapso del Ártico tendrá consecuencias en el clima de toda la Tierra.
30 años es también el período de tiempo al que se refiere una investigación publicada en 2019 por un equipo de científicos del Instituto Federal Suizo de Tecnología de Zürich: Understanding climate change from a global analysis of city analogues. Según dicho estudio, incluso con una previsión optimista de emisiones moderadas de gases de efecto invernadero, hacia mitad de siglo Londres tendrá la temperatura que ahora tiene Barcelona y Seattle tendrá la temperatura que ahora tiene San Francisco. Pero si el clima cambia de manera tan rápida, ¿tendrán las especies tiempo de adaptarse? En tres décadas, Madrid tendrá el clima que ahora tiene la ciudad de Marrakech, en Marruecos. ¿Qué sucederá en la península ibérica y en otros lugares del sur de Europa a medida que el desierto avance? En algunas ciudades ubicadas en regiones ecuatoriales, nos dice asimismo esta investigación, podrían surgir climas que no se parecen al clima de ninguna ciudad que exista ahora mismo en la Tierra.
En el artículo busco las previsiones para Barcelona y leo que tendrá el clima que ahora tiene Adelaida, una ciudad australiana. A finales de 2019 y principios de 2020, Australia sufría incendios devastadores que los bomberos no sabían cómo apagar o controlar, y en los que se estima que murieron 1.000 millones de animales. Marc Castellnou, jefe del Grupo de Refuerzo de Actuaciones Forestales (GRAF) de los Bomberos de Catalunya y experto de la Unión Europea en la lucha contra el fuego, explica que, si aquí tuviéramos incendios de tal magnitud, el Parque Natural de Collserola podría arder entero en pocas horas, poniendo en peligro a todos los que vivimos en las ciudades aledañas.
Cada vez hay más científicos señalando en la misma dirección. El Servicio Meteorológico de Catalunya ha realizado una proyección de cómo afectará el calentamiento global al territorio catalán, y advierte que podríamos alcanzar tres grados de aumento de temperatura en 2050 y cinco grados de aumento en 2100, además de que habrá una disminución significativa de las precipitaciones. Me pregunto en qué momento Catalunya dejará de ser un lugar en el que se pueda pasar el verano sin que las olas de calor dañen nuestra salud, en el que se pueda seguir cultivando alimentos, en el que haya suficiente agua para la población humana y para las otras especies, en el que los animales salvajes y las plantas puedan seguir desarrollando sus vidas y realizando procesos ecológicos fundamentales. En tres décadas, Catalunya habrá cambiado de manera radical.
En solo 30 años, la Tierra será ya otra Tierra. ¿Sabremos adaptarnos? ¿Podremos adaptarnos? La inmensa mayoría de humanos, de quienes somos miembros de la actual civilización industrial-capitalista-colonial-acelerada-insaciable, dependemos para alimentarnos del sistema agrícola, a diferencia de nuestros antepasados cazadores-recolectores o de las actuales culturas indígenas que se han mantenido fieles a esa forma de alimentación. Sin embargo, la agricultura requiere un clima estable, y el aumento de temperatura y el desorden del régimen de lluvias la ponen en riesgo. En un artículo extenso, que conviene leer con lentitud y pausas para la digestión, titulado “El futuro ‘Dust Bowl’ de Occidente: la inminente crisis alimentaria mundial“, el periodista Nafeez Ahmed repasa diversas investigaciones de expertos acerca del impacto del caos climático en nuestro sistema de producción de alimentos. Leyéndolo, una comienza a entender de manera más material, más corporal, qué significa que la Tierra será otra Tierra en tan solo 30 años.