25/11/2021 | 06:00
El pasado 15 de noviembre, hace solo diez días, Maria Tikas publicó un reportaje en el diario Sport titulado “Las periodistas decimos basta”, en el que 15 periodistas deportivas contaban —contábamos— las faltas de respeto, el acoso, los insultos y las amenazas que forman parte de nuestro día a día. Varios medios se hicieron eco calificándolo de ‘iniciativa’ y una televisión me llegó a preguntar si había alguna portavoz del grupo para poder entrevistarla. Ni fue una iniciativa, porque no hubo ninguna reunión, pacto o acuerdo previo entre nosotras, ni existe por lo tanto una portavoz. La única iniciativa fue la de Maria Tikas que estaba tan harta como las demás de la ración diaria de machismo y misoginia que envuelve al periodismo deportivo y que se hace visible, bien visible, en las redes sociales, como para coger el teléfono, llamar al resto y contarlo, escribirlo. Y cuando nos preguntó, el resultado fue que su experiencia no era individual, sino colectiva. Que todas explicamos la misma historia, que a todas nos está pasando. Y que, lamentablemente, la hemos asumido durante demasiado tiempo ya como si fuera algo inevitable, como quien ve llover o salir el sol: la hemos llegado a normalizar. Y es violencia. Violencia machista.
El acoso, los insultos y las amenazas sexuales en las redes sociales forman parte de nuestra cotidianidad. No es ni mucho menos patrimonio exclusivo del periodismo deportivo, pero el pertenecer a un ámbito mayoritariamente masculino en el que la paridad es una entelequia, en el que mandan ellos por goleada en los despachos, en las federaciones, en los clubes y en las redacciones, en todo lo habido y por haber, lo convierte por lo tanto en un espacio en el que las mujeres no somos aún bienvenidas. Es un territorio todavía por conquistar y que muchos defienden como un último reducto, incluidos también nuestros propios compañeros, que es lo que más duele. ¿Y por qué no decirlo? Que hiere hondo y tarda en curarse.
Cuando hablé con Maria Tikas para el reportaje ambas coincidimos en señalar la incomprensión por parte de muchos, la mayoría, de nuestros colegas masculinos. Ella con 24 años, yo camino de los 50. Y las respuestas eran clavadas: “¡Bah! no hagas caso… ya sabes cómo son las redes… a todos nos pasa… tampoco es para tanto… no te pongas así…”. Si el acento, el foco, se pone sobre nuestra sensibilidad, nuestra susceptibilidad, se aleja entonces del problema real y se centra en cambio en tratarnos a nosotras como personas quisquillosas, conflictivas, lo que no sólo no soluciona el problema, sino que lo enquista y lo aumenta porque además nos aísla de la que, se supone, debería ser nuestra tribu y nos cierra puertas, encima, profesionales.
No. No somos unas exageradas, no es una cuestión de tener la piel fina y poca resistencia o tolerancia a la crítica. Porque si tú, querido compañero, percibes como un comentario sin más ni más, como una crítica, el “¿a quién te has follado?”, “¿a quién se la chupas?” o “lo que les gustaría hacer con los orificios de tu cuerpo”, es que no te estás enterando de nada. De nada. Y, desde luego, eso no te ha pasado a ti ni te pasará nunca. Eso sólo nos pasa a nosotras: las mujeres. Y se llama machismo. Identificar el problema es clave para resolverlo. Porque lo que no tiene nombre no existe y la resistencia, la energía desperdiciada en hacernos creer que somos unas histéricas, unas exageradas, ya no cuela y os retrata además como cómplices por activa, pero también por pasiva. Algún día os dará vergüenza y espero vivir tanto como mi abuela —a la que tanto dicen que me parezco y que murió con 93 años— para no perdérmelo.
El racismo, por ejemplo, está mucho mejor identificado en el mundo del deporte en general y del fútbol en particular. Y creo que a muy pocos se les ocurriría decir públicamente a un colega negro que “las redes son así y nos pasa a todos” sin recibir también de forma pública y unánime el veredicto de ser un racista y la reprobación social. ¿Por qué, entonces, esta reticencia, esta voluntad en cuestionarnos a nosotras? Porque, por supuesto, que estamos hablando de violencia machista. Pero hay quien sigue sin percibirla como tal a pesar de los pesares. A pesar de estar ya tan bien identificada e ilustrada en la imagen del iceberg: la punta visible son los asesinatos, las agresiones sexuales, los abusos, pero también los insultos y las amenazas. Ni siquiera hay que mirar en el fondo donde habitan los desprecios, las bromas sexistas, el lenguaje, la condescendencia. Arriba, bien arriba y bien visible: insultos y amenazas.
“Sólo un misógino puede llegar a la conclusión de que somos unas exageradas o extrañarse de que la violencia nos afecte de alguna manera”
El año pasado la UNESCO hizo público un informe desolador. No hablaba de periodistas deportivas en concreto, solemos estar en un limbo en el que la frase ‘ya sabías donde te metías’ actúa como advertencia y dique. Porque si ya lo sabías, la tonta eres tú; en fin, que estas son las reglas, bonita. Y así pasa, que el periodismo deportivo se percibe como un espacio hostil para las mujeres porque lo es. Pero sigamos, en el informe ‘La violencia online, alimentada por desinformación y ataques políticos’, un 73% de mujeres periodistas reconocía sufrir este tipo de violencia, según “el sondeo más completo sobre violencia online elaborado nunca”, en el que participaron 714 reporteras de 113 países. Según el informe, el tipo de ataques que recibían las mujeres encuestadas era de una gran variedad: amenazas de abusos sexuales y violencia física, insultos, mensajes privados acosadores, avisos sobre perjudicar sus reputaciones profesionales o personales, ataques a su seguridad digital, falsa representación de sus imágenes con fotos manipuladas o amenazas financieras. Sólo un misógino puede llegar a la conclusión de que somos unas exageradas o extrañarse de que la violencia nos afecte de alguna manera. ¡Pues claro que nos afecta! La pregunta debería formularse al revés: ¿Cómo es posible lo contrario?
Se sigue poniendo en duda nuestra capacidad de ser “testigos fiables de nuestras propias vidas”. La frase no es mía, sino de la escritora Rebecca Solnit. “Aún a día de hoy, cuando una mujer dice algo incómodo acerca del comportamiento impropio de algún hombre, habitualmente se la retrata como si estuviese loca, como si delirase, estuviese conspirando maliciosamente, fuese una mentirosa patológica, una llorona que no se da cuenta de que son solo bromas o todo esto a la vez”, escribió, diseccionó, Solnit, en el libro Los hombres me explican cosas, que es precisamente lo que muchos compañeros de profesión, de oficio, se siguen empeñando en hacer: explicarnos cosas que nos pasan a nosotras en lugar de callarse y escuchar, cuando no poner en duda lo que está a la vista, lo que es tan visible y se manifiesta de manera inequívoca en los ataques que recibimos en las redes sociales, que son también la punta del iceberg de lo que no es tan perceptible para ellos por la sencilla razón de que a ellos nunca les ha pasado. Así que nos lo explican, nos aconsejan, cuando no nos dan la lección del día sobre cómo deberíamos tomárnoslo, comportarnos y la manera apropiada de reaccionar a los ataques recibidos por el hecho de ser mujeres. El foco, de nuevo, sobre nosotras, cegándonos y no iluminando una cuestión que ni siquiera identifican. Toma apuntes, bonita.
“Ya no hablamos de trolls, sino de gente con nombre, apellidos, cara y ojos. Los que señalan, esperan y apuntan. Los francotiradores que están entre nosotras”
El informe de la UNESCO señalaba que los ataques eran “de una gran variedad”. Y es cierto. Como testigo fiable de mi propia vida lo digo. Me ha costado casi 50 años llegar hasta aquí y comprender que no soy yo, sino la estructura, el sistema. Que no estoy zumbada, sino bien lúcida. Y que gracias a las redes sociales también he sido consciente, he sabido, he sentido, que no estoy sola. Que no me pasa sólo a mí. Que no era una experiencia individual, sino colectiva. Al fin y al cabo, así nació el #Metoo que lo ha revolucionado todo. Es el silencio lo que les proporciona cobertura. Y me niego a ceder el espacio que me pertenece simplemente por existir, me niego a callarme a pesar de los pesares. Y aquí ya no hablamos de trolls, de cuentas con avatar de huevo y tres seguidores, sino de gente con nombre, apellidos, cara y ojos. Los que señalan, esperan y apuntan. Los francotiradores que están entre nosotras. Que nos rodean.
Edurne Portela, historiadora, filóloga, docente universitaria, ensayista y novelista española, escribió en El Correo una columna titulada “Exigen silencio” que me iluminó, así que la comparto: “Los ataques normalmente no están sustentados en una argumentación intelectual o política, sino que se centran en ridiculizar, humillar a la mujer señalada metiéndose con su físico, insultándola burdamente o incluso mintiendo sobre su vida o hábitos privados. Una vez publicada la columna, el señor de turno la comparte en sus redes sociales para que sus muchos y fervientes seguidores acaben su trabajo con una campaña de acoso plagada de insultos violentos entre los que hay amenazas físicas, a menudo sexuales, contra ella.
La mujer entonces tiene tres opciones: responder y atenerse a la escalada de acoso e insultos, hacerse invisible (si puede) hasta que pase el vendaval, o callarse, incluso abandonar temporalmente o para siempre las redes sociales. Muchas se deciden por la tercera opción por su salud mental y también por su integridad física. Esa reacción —miedo, silencio, abandono de un espacio público donde compartir su conocimiento y exponer sus opiniones— es exactamente lo que se espera de ellas cuando se inicia el ataque”.
La frase “exactamente lo que se espera de ellas” es justo lo que me anima, me da fuerzas, para seguir escribiendo y denunciando lo que nunca, jamás, se esperó de mí. Y no, no soy una exagerada. Hace una semana Maria Tikas escribió un reportaje y quedamos todas, y todos, retratados.