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Emilio Santiago Muiño

Emilio Santiago Muiño

Antropòleg climàtic i assessor de Más Madrid i Más País en polítiques de transició ecològica

Cómo ganamos: una retrospectiva desde el 2050

Esta es la conferencia que me gustaría poder impartir en Barcelona, traspasado el ecuador del siglo XXI, para hacer balance de una sociedad en vías de superar la tragedia climática

11/01/2023 | 06:00

Il·lustració: CREATIVAIMAGES – GETTY IMAGES

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En un ejercicio de imaginación utópica, se presenta a continuación la transcripción de una conferencia que me gustaría poder impartir en Barcelona en el año 2051. En ella se realiza un balance tanto de los principales rasgos de una sociedad en vías de superar la tragedia climática como de los caminos políticos que nos habrían conducido hasta allí. Así fue cómo ganamos.

Bona tarda i moltes gràcies. Es un placer volver a Barcelona y la república hermana de Catalunya para impartir esta conferencia para hacer balance de cómo ganamos la batalla del clima. Fue precisamente en el año 2019, hace más de 30 años, cuando el término Green New Deal se puso de moda. Siguiendo con la célebre distinción de Hobsbawm entre siglo XIX largo y siglo XX corto, entonces empecé a hablar del “cortísimo siglo XXI”. Y anticipé nuestro dilema histórico con las siguientes palabras: “A mediados de siglo habremos cruzado el Rubicón ecológico: o una sociedad reintegrada en los límites de la biosfera o la descomposición catastrófica de la civilización industrial”. Al borde de la primavera del año 2051, ¿con qué nos hemos encontrado al final del cortísimo siglo XXI? Como suele suceder con todas las proyecciones un poco dicotómicas, el resultado final siempre se pospone un poco más sin terminar de resolverse. Pero, si el Emilio Santiago de hace 30 años hubiese firmado algo así como un empate entre las fuerzas del ecocidio y las fuerzas de la vida, pues era casi imposible imaginar otra cosa que un colapso catastrófico como desenlace de la aventura moderna, hoy se puede decir alto y claro que estamos ganando.

“En una década y media podríamos estar celebrando la completa descarbonización de la economía global”

Vuelvo a la pregunta que me hacía por aquel entonces. ¿Reintegración biosférica o descomposición catastrófica de la sociedad industrial? No podemos asegurarlo todavía, pero los acontecimientos de la última década y media decantan claramente la balanza hacia el lado de la esperanza. En el año 2051 hace más de un lustro que Europa ha alcanzado la neutralidad climática. Y este año tendremos un nuevo récord en la reducción global de emisiones.

La fórmula es conocida, pero merece la pena recordarla en cinco hitos: i) una decidida descarbonización del sistema energético potenciado por un Estado emprendedor, donde sigue existiendo colaboración público-privada pero con un fuerte contrapeso de colaboración público-social, que se ha involucrado en la transición mediante una suerte de economía de guerra climática; ii) una reducción sustancial de nuestro consumo de energía y de materiales; iii) una economía realmente circular que permite reciclar los minerales estratégicos del mismo modo que se reciclaban los metales preciosos, como el oro o la plata, en la economía del viejo mundo; iv) cambios importantes en los modos de vida, especialmente destacables en el ámbito de la minimización del transporte y la adopción masiva de dietas de baja proteína animal; v) una explosión de los bienes comunes y de la economía del compartir.

A la espera de cómo se desarrollen los acontecimientos políticos en las naciones del bastión fósil, que están en este momento conociendo una hermosa primavera democrático-ecologista, desde Moscú a Riad pasando por Sídney, es razonable pensar que en una década y media podríamos estar celebrando la completa descarbonización de la economía global. Del mismo modo, las noticias que llegan del Ártico invitan a un moderado optimismo respecto a los bucles de retroalimentación climática que nos aterraron en los veranos boreales de hace dos décadas. Y, como todos sabemos ya, se han filtrado resultados del decimosegundo informe del Grupo Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC): de seguir por esta senda, parece probable que la temperatura global solo aumente 1,8 grados centígrados sobre la era preindustrial hacia el año 2100 y a partir de ahí se estabilice. O quizá logremos hacerla descender, al margen de la polémica entre captura natural regenerativa o captura artificial de carbono, en la que no entraré.

Por supuesto, los compañeros más consecuentes me van a decir que 1,8 grados es excesivo; que nada nos va a librar de un elevado grado de sufrimiento social, como el que ya estamos conociendo especialmente en las regiones intertropicales (de ahí el drama de los refugiados climáticos, aunque no tenga la magnitud que preveíamos hace unos años); que los conflictos presentes se van a acentuar.

Siendo todo ello cierto, haber logrado activar los frenos de emergencia, usando aquella potente imagen de Benjamin, al menos en el aspecto climático, es un logro absolutamente extraordinario. Es verdad que queda muchísimo por hacer. Si la batalla en el frente climático parece camino de ganarse, la batalla en lo que respecta a la destrucción de biodiversidad está muy lejos de haber alcanzado una dinámica de cambio estructural del alcance de lo que necesitaríamos. Este será el segundo round del siglo XXI. Y es nuestra gran tarea pendiente.

No quiero minusvalorar los peligros políticos que aún nos acechan y los frentes que nos quedan abiertos. Ese conglomerado de autocracias que conforman el bastión fosilista, que lleva más de 20 años profundizando en la senda pionera abierta por aquel criminal que fue Donald Trump, sigue siendo fuerte a pesar de las protestas en curso. A su vez, resulta perturbador el éxito político que todavía encuentran las propuestas supremacistas del autodenominado ecorrealismo, basado en las ideas criptonazis de Garrett Hardin, que ha concretado la idea de ecofascismo con la que especulábamos hace decenios. Su energía política, por desgracia, no se ha limitado a las convulsiones de los años treinta.

“Nada hubiera sido igual sin la gran revuelta popular del otoño de 2026, como respuesta ante aquel verano dantesco”

Tampoco puedo olvidarme de algo que sigue siendo fuente de preocupación para muchos. Y es la dimensión tecnocrática del grueso de nuestra espectacular reducción global de emisiones en los últimos 30 años, impulsada por la inesperada alianza imperial entre China y Estados Unidos. Una alianza que ha conformado algo que se parece mucho a eso que dos autores visionarios de principios del siglo XXI, como Geoff Mann y Joel Wainwright, llamaron Leviatán climático. Cuando, a partir del aterrador verano de 2026, el Partido Demócrata de los Estados Unidos, que había derrotado definitivamente al trumpismo, y el Partido Comunista Chino firmaron el pacto de las Islas Salomón, por el cual se establecieron las reglas de una nueva Guerra Fría en todo menos en el ámbito climático, donde se organizó una cooperación honesta y fructífera entre las dos superpotencias, el signo de los tiempos empezó a virar de la catástrofe anunciada a una moderada esperanza.

Con todo, no desmerezcamos lo mucho de impronta popular que ha tenido este giro histórico. Nada, ni siquiera el pacto de las Islas Salomón, hubiera sido igual sin la gran revuelta popular del otoño de 2026, como respuesta ante aquel verano dantesco. Y, por supuesto, nada habría sido igual sin la ola de gobiernos ecológico-populares que, con sus luces y sus sombras, tomaron el poder, en buena parte de las democracias parlamentarias del mundo, durante los 10 años siguientes. Como tampoco cabe el más mínimo menosprecio a la miríada de iniciativas transformadoras que han surgido de un racimo complejísimo de movimientos sociales autónomos, que transformaron nuestro marco cultural ganando la guerra asimétrica por el sentido de la vida bajo la bandera del vivir bien con menos. Eso que siempre me gustó llamar, de un modo un poco poético, la lujosa pobreza. Sencillamente, lo que ha ocurrido es que las transformaciones no se han ajustado al canon mitológico ni a los marcos teóricos, como por ejemplo esa división tan artificial entre sociedad y Estado, en el que nos educamos durante casi toda la modernidad. Y, una vez que sucedieron, nos fue difícil reconocerlas. Pero son sin duda obra indiscutible también de los de abajo.

“Hoy la economía cooperativa de producción sostenible supone ya casi un tercio del total de nuestro ecosistema empresarial”

En la misma línea, me gustaría explicar mejor mi reivindicación ecosocialista de la Economía Simbiótica de los Ecosistemas. Y digo ecosocialismo a pesar de que todavía exista mercado, procesos de acumulación de capital, oligarquías empresariales poderosas, plusvalía y relaciones mercantiles. Lo que estamos viviendo es una suerte de NEP verde (que nos recuerda la Nueva Política Económica, Nóvaya Ekonomícheskaya Polítika, en ruso, de los años veinte del siglo pasado). Y algunos hemos llegado a la firme convicción teórica de que, en sociedades tan densas y complejas, tan fragmentadas estructuralmente y tan marcadas por trayectorias históricas de mutua competencia, el “horizonte NEP” es insuperable. Nos toca enfrentar la crisis ecológica habitando alguna forma de arreglo híbrido, de economía mixta, que combine plan y mercado. Pero, este estar destinados a una economía mixta, lo hemos decantado hacia el plan, hacia la cooperación, hacia los bienes comunes, la propiedad colectiva y la redistribución de riqueza de un modo que, sencillamente, a principios de siglo, en el punto álgido de la orgía neoliberal, hubiera parecido ciencia ficción política.

Hoy la economía cooperativa de producción sostenible supone ya casi un tercio del total de nuestro ecosistema empresarial. Y esto fue gracias a esa herramienta de transformación tan poderosa que resultó ser el uso político de la compra pública unido a la reforma ecológica de la contabilidad nacional. Hoy el Estado emprendedor y la economía de guerra climática no solo tienen el claro protagonismo del modelo productivo, sino que han demostrado el poder de las buenas ideas cuando les llega su momento. Hoy el sistema de comercio internacional, sin haber abandonado del todo sus ecos coloniales, es un sistema mucho más justo gracias a los procesos de recuperación de la soberanía popular de los recursos en los países del Sur. Hoy el delirio de la economía financiera ha sido notablemente domesticado, reduciéndose sustancialmente su volumen y su influencia económica con las grandes quitas de deuda de finales de los treinta, con las fuertes regulaciones internacionales al libre movimiento de capital, con la persecución de los paraísos fiscales. Del mismo modo, como ya sucedió en los EEUU de hace 100 años, muchos de los milmillonarios de principios de siglo están teniendo que donar sus mansiones a universidades públicas. Esta nueva era tributaria, de fuertes impuestos progresivos, está funcionando como un ataque tan sostenido como exitoso contra ese 1% que había desequilibrado tanto la balanza que se había independizado de cualquier idea de humanidad común.

Todo esto, mientras el índice de Gini se reduce a los mejores niveles de la socialdemocracia europea del siglo XX. Pero ojo, ya no solo para los países del Norte: también en muchos países del Sur, aunque es verdad que dista mucho de ser una igualación universal. Y, por supuesto, defiendo que tiene mucho de ecosocialista la conversión de los bancos centrales en agentes activos de descarbonización mediante una política monetaria coordinada y vinculada a la reducción de carbono, como anticipó visionariamente Kim Stanley Robinson, nuestro Julio Verne de principios del siglo XXI, en su novela El Ministerio del Futuro.

Toca, por tanto, celebrar victorias ecosocialistas. Y toca también analizarlas para hacerlas más fuertes y extenderlas. Sé que ya no tiene sentido a estas alturas seguir discutiendo sobre estrategia y hegemonía ecologista como lo hacíamos en el año 2019, cuando el término Green New Deal se puso de moda y muchos de los que estamos aquí nos peleamos tanto. Como ha ocurrido tantas veces en la historia de las ideas políticas, los debates de principios de los veinte, que llegaron a ser muy agrios y a tensar amistades, con el tiempo se ven de otra manera: cada parte discutía con la vehemencia necesaria para convencerse de lo esencial de su propia tarea, que era parcial, y efectuarla bien. Y estas tareas, aunque rozaban entre sí, eran esencialmente complementarias.

Creo que es indudable que sin ese puñado de cuadros políticos jóvenes, que volcamos lo mejor de nuestro talento en construir mayorías electorales y gobernar programas de transición ecológica pragmáticos, jamás se hubieran sentado las bases de la situación actual: la transición energética renovable, el descenso energético y material planificado, la conversión agroecológica, la transformación impresionante de las ciudades, el comienzo del cierre de los abismos sociales, la facilitación de la experimentación cultural ecologista por parte de la sociedad civil.

“Sin esa lluvia fina, no tendríamos aquello que hoy habla mejor de nuestro modelo social en construcción: la jornada laboral de 26 horas”

Como es indudable que sin los movimientos sociales decrecentistas, sin las luchas de aquellos jóvenes rebeldes por el clima, repletos de gente buena, brillante y valiente, tanto en su acción directa como sobre todo en la experimentación práctica del “vivir bien con menos”, nunca hubiéramos transformado el régimen antropológico. Sin toda esta labor de agitación impaciente, que se fue calentando a partir de 2019 y que luego estalló en la gran tormenta ciudadana del otoño de 2026, nunca habría habido gobiernos ecológico-populares.

Y sin esa lluvia fina que hizo de rompehielos ideológico en el sentido común no solo no habríamos conocido los cambios impresionantes que se han dado en materia de dieta, hábitos de transporte o viaje. ¡Tampoco tendríamos aquello que hoy habla mejor de nuestro modelo social en construcción! La jornada laboral de 26 horas (conquistada apenas 15 años después de la jornada de 32 horas), la gran democratización de las prácticas poéticas y artísticas, el arraigo de la sabiduría ecofeminista, la gran ola de popularización del deporte de base, las nuevas filosofías ecocéntricas que hoy se sitúan como el mascarón de proa de nuestro pensamiento colectivo. Es decir, sin esas corrientes más “movimentistas”, hoy seríamos, en el mejor de los casos, algo parecido a los Estados Unidos, donde todavía estas nuevas formas de sociabilidad emergente, aunque tienen una influencia creciente, especialmente en las zonas progresistas del país, no han terminado de imponerse a una sociedad de consumo cada vez más disfuncional.

Voy terminando. Y lo quiero hacer en un tono personal. Hoy miro a mis nietos pequeños, y siento algo que jamás pensé que podría sentir a estas alturas. Toda la vida me ha atormentado su juicio generacional. Tener que responder ante sus reproches por el mundo destruido que les dejábamos. Sin embargo, sinceramente, los veo crecer entre este ecosocialismo de nombre tan feo que hemos conseguido (pues convendrán conmigo que Economía Simbiótica con los Ecosistemas es un nombre muy feo) y siento algo parecido a una envidia sana. ¡Quién tuviera 15 o 20 años hoy! Siguiendo con los versos de El tiempo de las cerezas, ya que estamos celebrando los 180 años de la proclamación de la Comuna de París, veo que las muchachas de hoy tienen muchísima más locura en la cabeza y los enamorados de hoy muchísimo más sol en el corazón del que tuvimos nosotros. Cuando dudo y me angustio, y todavía hay muchas razones para angustiarse, me agarro a su alegría tan nueva. Y sé que lo van a hacer mucho mejor de lo que nosotros lo hicimos.

Emilio Santiago Muiño. Barcelona, 18 de marzo de 2051

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