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Opinió
Emilio Santiago Muiño

Emilio Santiago Muiño

Antropòleg climàtic del CSIC

El cronómetro ya es la brújula: por un frentepopulismo climático

Las tareas ecosocialistas más urgentes son redistribuir riqueza y descarbonizar en tiempo récord: la prioridad es vencer al fascismo negacionista en auge construyendo un frente popular climático interclasista, pero parte de la izquierda tiene un problema aquí

25/07/2024 | 06:00

Foto: GETTY IMAGES

* Podeu llegir la versió en català d’aquest article aquí.

En un texto reciente publicado por Rubén Martínez en CRÍTIC, se exponen tesis de relevancia que sin duda deben ser incorporadas a la reflexión y la práctica ecosocialista. Destaco dos: la necesidad de superar un enfoque ecologista basado en el cuestionamiento moral de las decisiones individuales de consumo, y una agenda de transformaciones orientada a reclamar el derecho ecosocial a las infraestructuras.

Frente a un ecologismo sociológicamente naif, Rubén Martínez acierta al recordarnos que las clases populares del Norte global no están acelerando la crisis climática por los efectos agregados de sus deseos irresponsables de consumo. Los hábitos claramente insostenibles de los deciles de renta inferiores del Estado español no son el fruto de una elección. Son producto del chantaje estructural de una sociedad orientada a la acumulación de capital. La tarea ecologista no consiste en promover olimpiadas de coherencia o emitir reprimendas moralistas. Se trata de usar las herramientas de la política para transformar nuestra gramática socioeconómica profunda. Y que la sostenibilidad se pueda volver algo tan espontáneo, fácil e interiorizado como hoy lo pueda estar la competitividad o el impulso de compra. Dicho esto, aunque las clases populares no tengan deseos necesariamente fósiles, las expectativas de felicidad de los de abajo también poseen fuertes compromisos con patrones de vida que implican un impacto climático inaceptable. Por eso el ecologismo debe combinar transformaciones en la economía política con un trabajo pionero de rompehielos ideológico en muchos frentes de la guerra cultural, desde la dieta al transporte. Solo así la sostenibilidad llegará a ser un horizonte aspiracional.

Por otro lado, la propuesta de convertir el derecho a las infraestructuras en uno de los hilos conductores del programa ecosocialista tiene gancho. La idea combina un objetivo estratégico fuerte, alterar a favor de los trabajadores y la ciudadanía común el régimen de propiedad capitalista, con un cierto sentido de la oportunidad histórica: si la ofensiva del capitalismo fósil y sus terminales políticas de ultraderecha no lo bloquean, estamos ya en el inicio de un ciclo de inversión en infraestructuras verdes de enorme magnitud mediante colaboraciones público-privadas. La voluntad del capital por supuesto no es simbiótica, sino parasitaria: básicamente, que el dinero público minimice los riesgos de inversión garantizando beneficios (eso que Daniela Gabor nos enseñó a llamar el consenso de Wall Street). Pero la situación de época, en la que diversas fuerzas desestabilizadoras (económicas, ecológicas y geopolíticas) empujan a una convergencia todavía más incestuosa entre Estado y mercados que la que el neoliberalismo ensayó (nunca olvidemos que la retirada del intervencionismo estatal en la era neoliberal fue selectiva), propicia un campo de juego favorable para imponerle condiciones al capital. Siempre y cuando (el matiz no es menor) contemos con la fuerza social y la pericia política para hacerlo.  

Sin embargo, el enfoque desde el que Rubén Martínez realiza estos aportes posee algunas aristas problemáticas. Aunque en lo fundamental estamos de acuerdo, creo que las discrepancias que expondré a continuación merecen ser discutidas, porque sintetizan dos apuestas diferentes para despejar una de las incógnitas clave que el ecosocialismo debe resolver: hasta qué punto la noción de cambio social heredera de la tradición marxista, que presuponía que hay una prefiguración privilegiada de la agencia política que está inscrita en la estructura de clase (noción que lleva décadas en revisión a la luz de la agridulce experiencia del socialismo durante el siglo XX), puede funcionar en el contexto de un siglo XXI marcado por la novedad radical de la crisis ecológica.

La crisis climática lo cambia todo: también la brújula

Naomi Klein resumió bien las implicaciones disruptivas del cambio climático en el título de su libro Esto lo cambia todo. Pero buena parte del campo progresista sigue impermeable a esta verdad respaldada por la evidencia científica más sólida. Especialmente cuando se desciende de las formulaciones abstractas que generan consensos fáciles (el cambio climático es antropogénico y peligroso) a las encrucijadas políticas concretas de la descarbonización. En las que toca tomar decisiones difíciles que no siempre se ajustan a nuestros espacios de comodidad ideológicos e identitarios. El peso creciente de un retardismo de izquierdas en nuestra esfera pública es la mejor prueba de ello.

En pocas décadas está en juego la desestabilización climática irreversible de la Tierra; los efectos durarán siglos o quizás milenios

En solo unas décadas está en juego algo tan impensable como la desestabilización climática irreversible del sistema planetario Tierra. Si esto sucede, las consecuencias, en términos de salud pública, seguridad alimentaria, prosperidad económica, migraciones forzosas o inseguridad existencial serán catastróficas. Y comprometerán peligrosamente las posibilidades tanto de nuestras vidas particulares como de la vida social civilizada. Los impactos serán (ya están siendo) especialmente duros entre las poblaciones más vulnerables de las regiones intertropicales, que son las que tienen menor responsabilidad histórica en el agotamiento de nuestro presupuesto de carbono. Pero ninguna geografía especial o social ofrecerá inmunidad ante un futuro que se tornará mucho más inhóspito. Los efectos además durarán siglos o quizá milenios.

Que un par de generaciones puedan declinar el tiempo geológico profundo hacia trayectorias que, en términos humanos, tendrán mucho de infernales es algo inédito. Impacto apocalíptico e irreversibilidad: eso hace distinto al cambio climático. Quizá solo hay una amenaza histórica similar con la que hemos tenido que lidiar: la destrucción mutua asegurada de la guerra nuclear. Aunque las diferencias son notables. El Armagedón atómico es un futurible hipotético que estaría mediado, en última instancia, por decisiones humanas voluntarias. El Armagedón climático es una realidad incipiente en la que influye tanto la voluntad de ciertos actores como también una inercia muy fuerte: la de todo el entramado material de las sociedades industriales, que ha sido levantado sobre la quema continua de combustibles fósiles.

Mi posición, usando un hallazgo metafórico muy estimulante de Rubén Martínez en su texto, es que para nuestra generación el cronómetro se ha convertido en brújula. Para nuestra generación la prioridad es evitar el mal mayor. Descarbonizar en un tiempo récord (y reintegrarnos dentro de los otros límites planetarios sobrepasados).  Si en esa tarea podemos avanzar hacia el bien mayor, eso que Marx llamó el Reino de la Libertad, mejor. Si podemos ganar la guerra del clima y hacer la revolución social anticapitalista a la vez, esto es, si podemos hacer en 20 años lo que el movimiento obrero no hizo en dos siglos, mejor. Si fallamos, y en el mejor de los casos ayudamos a construir una revolución pasiva climática, una especie de capitalismo descarbonizado con rostro humano, los hijos o las nietas podrán conquistar lo que nosotros no pudimos, como cantaban los campesinos alemanes después de la derrota de 1525. Pero habremos asegurado que hijos o nietas tengan la capacidad de intentarlo. Algo que solo puede dar por seguro quien abrace el negacionismo científico o el nihilismo moral.

Algunas implicaciones para la izquierda del principio de realidad climática

El principio de realidad climática se condensa en un imperativo nuevo: ningún freno a la descarbonización es admisible. Este axioma tiene implicaciones importantes para una izquierda a la altura del terrible siglo XXI que nos ha tocado vivir. Ampararse en la existencia de la desigualdad, o cualquier otra manifestación de la fenomenología social capitalista (los beneficios de grandes empresas privadas, los arreglos geográficos que explotan a su favor los bajos precios del suelo rural, los intercambios ecológicos y económicos desiguales norte-sur) como excusa ideológica para no acometer cambios que puedan tensar las costumbres de las clases populares, sean estas impuestas por el capital o escogidas (o un poco de ambas, como sucede por ejemplo con la movilidad privada) es una actitud hacia la que la izquierda tiende espontáneamente, como un reflejo condicionado, pero que ya no nos podemos permitir.

Ningún freno a la descarbonización es admisible; la izquierda no debe ampararse en la desigualdad o en las imposiciones del capital

En primer lugar, porque solo con los ultrarricos las cuentas ecológicas no cuadran. Aunque mañana prohibiésemos los jets privados, estos emiten en un año lo mismo que la circulación de vehículos privados en España en un solo día. Es verdad que los símbolos son importantes y tienen peso político. Convertir los jets privados en el blanco resumido de nuestra ira climática es una táctica útil. Pero no basta. 

En segundo lugar, también por una cuestión de internacionalismo básico y justicia global. De unos años a esta parte se ha puesto de moda en el Estado español analizar la muy mejorable implantación de las energías renovables a gran escala con el marco del colonialismo energético. Buena parte de la izquierda se ha sentido atraída por este enfoque. Sin embargo, cualquier comparación de las supuestas zonas de sacrificio españolas con las zonas de sacrificio que ha generado el capitalismo fósil en el Sur Global es de una frivolidad imperialista que raya lo insultante. El 15% del petróleo que se consume en nuestro país proviene del Delta del Níger: en los últimos años la región ha conocido un nivel de derrames petrolíferos equivalente a treinta Prestige. Por no hablar del asesinato de activistas, la violencia política, las enfermedades ambientales… La izquierda transformadora no puede combinar en un mismo discurso la indignación por la depredación colonial del norte global, sea verde o sea marrón, pero luego izar en casa la bandera NIMBY (Not in my backyard). 

A su vez, no todo conflicto social, gracias a alguna misteriosa argucia de la razón hegeliana, porta una semilla de emancipación. Cada conflicto social de la descarbonización es singular, y solo se puede analizar con rigor atendiendo tanto al contexto concreto como a su complejidad interna. Sin embargo, permitámonos caricaturizar el fenómeno de los tractores amarillos y el malestar rural europeo como caso paradigmático de la ambivalencia de la política real y cómo disputar esta ambigüedad desde posiciones ecosocialistas. Si los reclamos de un movimiento de este perfil tienen que ver con impedir el dumping ambiental, o con una distribución de las ayudas públicas al sector en favor de las explotaciones medianas y pequeñas, nos encontraremos con una demanda potencialmente ecosocialista que debe ser políticamente articulada en una alianza amplia. Si por el contrario las reivindicaciones se orientan a revertir las tibias medidas que nos pueden permitir avanzar hacia un sector primario descarbonizado y sin agrotóxicos, o a prohibir la instalación de placas solares en suelo agrícola como defiende la italiana Giorgia Meloni, la opción ecosocialista debe ser la confrontación. Lo que en ningún caso puede hacer la izquierda es presuponer por defecto (e indolencia ecológica) que un país que exporta el escaso agua que tiene en forma de aguacates recolectados por mano de obra en condiciones de cuasi-esclavitud es mejor que un país que afea paisajes para exportar energía.

Esto no significa que no haya que seguir dando la batalla contra la desigualdad y a favor de un reparto equitativo tanto de la riqueza como de los perjuicios que genere el proceso de descarbonización. Transición justa es más que un eslogan o un deber moral: es un seguro de éxito para una empresa colectiva en la que no tenemos apenas margen de error, y en el que la desigualdad será la fuente de fricciones más peligrosa. Por eso tocará impulsar mil y un conflictos por redistribuir los recursos de la sociedad, especialmente los que acumulan los sectores más privilegiados, para que las víctimas de la descarbonización se conviertan en sus beneficiarias (empleo verde, reconversión industrial, transporte público, ayudas para la rehabilitación, fondo soberano a las renovables…).

Ecologismo sin lucha de clases es jardinería, pero lucha de clases sin ecologismo es canibalismo  

Una de las tareas por las que será juzgada la izquierda del siglo XXI será por nuestra capacidad de hacer que una transición ecológica rápida y una fortísima redistribución de la riqueza, al menos similar a la que tuvo lugar entre 1945 y 1973, se fusionen en una misma operación democrática de gran ingeniería política. Se podría decir que en el Antropoceno el clima y el pan, o se salvan juntos o perecen los dos. Pero dada la tendencia de la izquierda a primar los intereses económicos inmediatos de la clase trabajadora, conviene hacer cierto esfuerzo de contrapeso ideológico. Ecologismo sin lucha de clases es jardinería. Pero lucha de clases sin ecologismo es canibalismo.  

Hacia un frentepopulismo climático

Quizá lo que más echo en falta de la interesante propuesta de Rubén Martínez es situar nuestra voluntad ecosocialista de redistribución (sea por la vía fiscal progresiva, por una vía expropiatoria, o imponiendo condiciones para extender lo público a través del derecho a las infraestructuras) en las condiciones de la disputa hegemónica que impone nuestro presente. No solo el presupuesto de carbono para no superar los 1,5º se nos agota a toda velocidad, ajustando mucho los plazos políticos y haciendo que nuestro cronómetro se acerque dramáticamente a un futuro peor. Es que además en los últimos años las fuerzas del capitalismo fósil, empeñadas en defender sus activos e inversiones de la amenaza de depreciación que supone la transición energética (según Carbon Tracker, la suma entre reservas probadas, infraestructuras y acciones de la industria fósil alcanza los 89 billones de dólares, que es casi el PIB mundial) han lanzado una ofensiva política muy exitosa que puede malograr nuestra última oportunidad de evitar una trayectoria Tierra-invernadero. Pensemos que Donald Trump, con altas posibilidades de regresar al poder, ya ha puesto en la diana buena parte de la seria aunque insuficiente política climática de Joe Biden.  

Como telón de fondo, nuestro bando está aquejado de una desventaja histórica inmensa: la derrota/fracaso del proyecto socialista durante el siglo XX, que afectó especialmente a su vertiente más rupturista o revolucionaria. Sin duda una derrota honrosa ante el abuso de quienes tenían más fuerzas y medios para imponerse por la violencia desnuda. Derrota general que pese a todo ha propiciado cientos de victorias democráticas parciales que han mejorado la vida de millones de personas. Pero también un fracaso traumático, con un costo humano y social altísimo, en el que cometimos errores importantes ante los que aún no tenemos una respuesta alternativa creíble. Por eso hoy la vocación socialista, y especialmente su vertiente más revolucionaria, tiene una presencia más bien pequeña en los imaginarios y los mitos populares.

La tarea ecosocialista más inmediata es articular un frente popular climático contra el capitalismo marrón

En esta coyuntura, creo que la tarea ecosocialista más inmediata, la que puede marcar la década de los años veinte, consiste en articular un bloque histórico climático alrededor de la idea de una transición ecológica justa que defina como enemigo político schmittiano el capitalismo fósil-marrón, y sus terminales políticas en la extrema derecha negacionista. Una suerte de frentepopulismo climático, si se quiere. Que contra la pulsión territorialista y localista del ecologismo, necesariamente deberá adquirir una importante dimensión internacional. Y al que sin embargo ya no le está dado aspirar de modo realista a las ilusiones del desborde constituyente propias del momento populista de la década pasada, porque tiene que operar en un contexto cultural y antropológico mucho más reactivo y hostil. Para las fuerzas emancipadoras, el frentepopulismo es siempre como el catenaccio en el fútbol, un juego defensivo. Un mal menor lleno de sinsabores.  Pero cuando los de abajo participamos en la historia no lo hacemos nunca con derecho de elegir nuestro estilo.  

Este bloque que debemos articular, como todo bloque histórico real, será contradictorio, incoherente, diverso, en definitiva incómodo, como afirma José Luis Rodríguez en uno de los mejores textos de este año 2024. Pero aun así debería ser capaz de aglutinar no en todo su programa, pero sí en la defensa de algunas acciones concretas, a un espectro muy amplio que fuera desde el decrecimiento al capitalismo verde más coherente.

Por supuesto, un frentepopulismo climático que aspire a ser hegemónico, por decirlo en un lenguaje antiguo pero provocador, será “interclasista” porque toda hegemonía por definición lo es. Mucho más la configuración de un pueblo del clima en defensa de la democracia que la expresión una clase climática emanada de la relación con los medios de producción. Esta obviedad resulta incómoda para la izquierda que sigue aferrada a la creencia de que la estructura económica de la sociedad impulsa la historia. Mi posición es otra: creo que no existe ningún lugar sociológico estructural privilegiado que presuponga comportamientos políticos concretos una vez se tome conciencia de él. La clase tampoco. La experiencia de clase sin duda ofrece condiciones de posibilidad que pueden hacer más probables algunas constelaciones de intereses colectivos. También con la cuestión climática. Pero es mucho más débil a la hora de ofrecer esos otros ingredientes imprescindibles para la acción colectiva: identidades, valores o sedimentaciones de sentido común. Sin duda, una acción climática transformadora y simultáneamente hegemónica articulará intereses que nazcan de la experiencia climática de las clases económicamente subalternas. Y a la vez estará obligada a ir mucho más allá.

En esta suerte de frentepopulismo climático o de bloque histórico de emergencia a los ecosocialistas nos tocará imprimir un compromiso ideológico netamente popular y democrático. Y empujar hacia la experimentación de una economía poscrecimiento que ensaye realidades sociales más allá del capitalismo. Pero sabiendo que, al menos hasta que el enemigo negacionista sea derrotado, estos son objetivos de segundo grado. El objetivo de primer grado será crear las condiciones de justicia social y de clarificación ideológica que permitan, en cualquiera de las muchas coyunturas políticas difíciles que vendrán, elegir siempre la opción del clima.

*Este debate surge de la sesión “¿La clase obrera contra la clase climática?” entre Emilio Santiago Muiño, Laure Vega y Rubén Martínez, dentro del ciclo “Ecologismo y clase” organizado por IDRA entre mayo y junio de 2024.

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