10/07/2024 | 06:00
* Podeu llegir la versió en català d’aquest article aquí.
A menudo se sitúa el origen de la crisis ecológica señalando los hábitos de consumo vinculados a la riqueza. Se insiste en que el 10% más rico de la población mundial es responsable del 50% de las emisiones globales. Siendo cierto, la gente que vive en los barrios más pobres de Barcelona, Madrid o Bilbao también forman parte de ese club exclusivo. La cuestión es que ese modo de vida de la clase trabajadora del Norte Global no responde a preferencias individuales, sino a factores estructurales. Nadie viaja 80 km en coche cada mañana para ir a trabajar porque lo desee. Nadie goza gastando el 90% de sus ingresos en subsistir. Nadie que habitualmente compra chuletas de cerdo baratas es responsable del acaparamiento de tierras en Brasil para producir la soja que alimenta a los cerdos, ni de la explotación de trabajo migrante en los mataderos de Osona, ni del maltrato animal en las macrogranjas de Alcarràs ni tampoco de la contaminación de los acuíferos. La verdad incómoda de la crisis ecológica no es que haya gente que malvive y al mismo tiempo contamina, sino que hay una mayoría social que no tiene ningún control sobre las condiciones ecológicas de su propia existencia. Mientras, otros acaparan y explotan a su antojo los recursos, organizando el trabajo, la energía y el territorio bajo intereses capitalistas.
Los propietarios del capital
En la Región Metropolitana de Barcelona viven 5,7 millones de personas y está formada por un total de 164 municipios. Eso supone un 68% de la población catalana viviendo en un 10% del territorio. Esta región incluye una de las áreas metropolitanas más pobladas de Europa, siendo también una de las más contaminadas a causa de la gran concentración de vehículos motorizados y de la actividad del Puerto de Barcelona. Es un metabolismo abierto, muy dependiente del exterior y del combustible fósil, con una acelerada pérdida de soberanía energética (incluyendo los alimentos) y con una arquitectura público-privada que ha solidificado ese modelo. En esta región, el consumo doméstico es el tercer sector que más CO2 emite por detrás de los servicios y del transporte, pero en la mayoría de los casos es una actividad dedicada a la pura subsistencia. El 43% de los hogares de toda el área metropolitana están por debajo del presupuesto necesario para cubrir necesidades básicas. Un cuarto de la población está en riesgo de exclusión social y una de cada cinco personas trabajadoras está en situación de pobreza. Sin embargo, se insiste en que la población con menos ingresos cuadruplica el volumen de emisiones compatible con no superar los 1,5°C respecto a los niveles preindustriales. El resultado son vidas que no llegan a fin de mes y que son señaladas como responsables del fin del mundo. La obsesión por asociar crisis ecológica y consumo lleva a este tipo de callejones sin salida.
Los propietarios del capital, sea verde, marrón o azul, acumulan capacidad de mando garantizada por el control del poder político
La verdadera división de clase en la crisis ecológica se define en un conflicto de un orden y magnitud diferentes. Por un lado, hay una parte de la población que no elige libremente acelerar la crisis ecológica, sino que intenta subsistir sin tener poder para cambiar los flujos energéticos que sostienen su vida. Por otro lado, tenemos a grupos sociales con capacidad de mando en los circuitos del dinero y que, más allá de consumir infinitamente más, están dotados del poder capitalista necesario para moldear el metabolismo social y extraer beneficio. No lo hacen guiados por un espíritu emprendedor ni por su capacidad de ahorro, sino gracias a regulaciones institucionales que privilegian esa posición. Desde 2020 la Reserva Federal de EEUU ha inyectado 7 billones (millones de millones) de dólares en planes de rescate y reconversión industrial. En paralelo, el Banco Central Europeo ha inyectado otros tantos desde el inicio de la pandemia. Si alguna dinámica comparten estas políticas monetarias es reproducir las relaciones de clase entre poseedores del capital y clases desposeídas. Una lluvia de dinero público sin contrapartida que sustituye a la inversión privada porque, si algo está en huelga, es el propio capital.
La transición ecológica también reproduce esa misma dinámica. Los propietarios del capital, sea verde, marrón o azul, acumulan capacidad de mando garantizada por el control del poder político. Siendo todavía un juego con reglas capitalistas, cada vez menos gente puede participar. Un buen ejemplo es la creciente expulsión de las clases medias de sectores como el inmobiliario. Cada vez parece más claro que no es el mercado el que va a asegurar el acceso a la vivienda en propiedad, sino la herencia.
Una política de clase y ecologista
Necesitamos una «política de clase» ecologista. La clase no entendida como algo que aparece automáticamente a partir de nuestra capacidad adquisitiva. Tampoco como un fósil del pasado. Más bien, la clase como una estrategia política hecha de multitud de fragmentos que se enfrentan a las dinámicas de explotación del trabajo y de apropiación de energía, materias primas y trabajo reproductivo. Si en plena hegemonía del capitalismo industrial la organización sindical se formaba en la lucha por el control de los medios de producción en la fábrica, en este ciclo financiero ahogado por una crisis ecológica la organización también se forma en las luchas por la reproducción social sobre el territorio.
El cronómetro climático puede empujar una revolución pasiva y, a la vez, reforzar el poder de los propietarios del capital
Sin embargo, la clase climática arrastra un problema. La clase climática son aquellos grupos sociales cuya conciencia política y forma organizativa están guiadas por la crisis climática. Según esta posición, el cambio climático es la dimensión determinante de la crisis ecológica y el objetivo fundamental debe ser la descarbonización de la economía por cualquier medio. El problema es que se puede estar empujando una revolución pasiva, promoviendo reformas importantes, pero reforzando el poder de los propietarios del capital. Consciente de esa deriva, la clase climática defiende esa agenda política en nombre de la urgencia y su relevancia, argumentando que cualquier otro objetivo palidece frente a la posibilidad de que el planeta Tierra continúe existiendo para las futuras generaciones. Lo cierto es que es un enfoque que alimenta el ecologismo de mercado, reduce la crisis sistémica al cambio climático y que dificulta las alianzas desde abajo. La cuenta atrás del cambio climático exige incrementar la velocidad, pero esto se asimila a no poder pensar ni decidir en qué dirección. El cronómetro climático se impone a la brújula política.
Los intereses de la clase trabajadora y de la clase climática no deberían estar enfrentados. En toda formación histórica de la clase pueden existir luchas y posiciones que chocan entre sí, pero eso no significa que sean eternamente antagonistas. La clase se forma en las alianzas que se producen en las luchas compartidas. La secuencia de movimientos en Francia, desde los chalecos amarillos hasta “Las sublevaciones de la tierra”, son un buen ejemplo de ensayos para vincular fin del mundo y fin de mes.
Derecho a las infraestructuras
Producir alianzas en el terreno de las luchas vivas –no las imaginadas, sino las existentes– supone asumir retos organizativos y estratégicos donde, sin transigir en valores, se deben negociar las premisas políticas y ensayar posiciones ambiciosas que permitan avanzar. Necesitamos descarbonizar, pero no sin condiciones y a costa de reproducir o pasar por alto la privatización del acceso a recursos básicos que hunde en facturas a la clase trabajadora. El frente social necesario para incrementar nuestro poder de negociación no surgirá de forma espontánea, ni siquiera en condiciones de desastre ecológico. El fin del mundo no garantiza que nos olvidemos de llegar a fin de mes, de hecho es más probable que suceda todo lo contrario. La combinación de desigualdades sociales y escasez de recursos puede producir cambios políticos en direcciones tan impredecibles como indeseables. Ya estamos viendo que ese es un terreno abonado para que avance la extrema derecha.
La agenda de la clase climática debería alterar el régimen de propiedad capitalista
Una estrategia que puede unir a la clase trabajadora y a la clase climática es enmarcar la descarbonización en el derecho a las infraestructuras. Es decir, imponer colectivamente condiciones para que las infraestructuras para la transición doten de poder político al tejido social y productivo del territorio. Por ejemplo, sobre las infraestructuras clave del sistema alimentario, como Mercabarna y el Puerto de Barcelona. Si bien es una infraestructura pública, Mercabarna opera como una promotora inmobiliaria y agroindustrial. Solo un 18,7% de lo que comercializa está producido en Catalunya y alquila sus espacios logísticos a todo tipo de empresas bajo el único criterio del mejor postor. Mercabarna no solo debe comprar lo que se produce en el territorio para generar economías locales y cadenas cortas de comercialización, sino que debe destinar su beneficio a una profunda mejora ecológica de su logística, socializando sus recursos y reduciendo el precio de la cesta de la compra. De la misma manera, es necesario apoyar a los programas que buscan construir infraestructuras de energía renovable en diálogo con el tejido social y los gobiernos locales, socializando beneficios y fortaleciendo a las comunidades energéticas. Dicho de otra manera: en alguna medida, la agenda de la clase climática debería alterar el régimen de propiedad capitalista. Un camino ambicioso es defender el control político de las infraestructuras y del beneficio creado colectivamente. El objetivo es poder llegar a fin de mes al mismo tiempo que nuestra existencia se integra en los límites planetarios.
Necesitamos tácticas rupturistas (atacar el régimen de propiedad) y estrategias reformistas (democracia económica) guiadas por horizontes ecosocialistas que nos obliguen a mirar la brújula política. Necesitamos más estrategias que tejan alianzas entre movimientos en defensa de diversos derechos, entre las luchas ecológicas y las de clase. Acudir a la falta de tiempo para argumentar que la dirección hacia la que debemos avanzar ya está determinada se parece demasiado a un chantaje. Necesitamos el cronómetro climático en una mano y la brújula política en la otra.
*Este debate surge de la sesión “¿La clase obrera contra la clase climática?” entre Emilio Santiago Muiño, Laure Vega y Rubén Martínez, dentro del ciclo “Ecologismo y clase” organizado por IDRA entre mayo y junio de 2024