30/11/2023 | 06:00
* Podeu llegir la versió en català d’aquest article aquí.
José Manuel Naredo, uno de los pioneros de la economía ecológica, explica en el libro La crítica agotada que el “medio ambiente” es un invento nacido en las grandes cumbres de Naciones Unidas. El “medio ambiente”, dice Naredo, es una abstracción que diluye la que debería ser nuestra verdadera preocupación: entender los ecosistemas agrarios, industriales o urbanos y combatir los megaproyectos sobre el territorio, con sus exigencias de transporte, extracciones y residuos. En el caso del territorio y la ciudad, la especulación inmobiliaria ha sido y es la cuestión clave: es el motor que impone un modelo de orden territorial, urbano y constructivo con un enorme impacto ecológico y social.
Así pues, para entender la crisis ecológica quizás es más útil poner el punto de mira en el territorio y en los usos del suelo que mirar obsesivamente el termómetro. Olvidemos durante un rato “los problemas del medio ambiente” y fijémonos en el metabolismo metropolitano de Barcelona.
La ecología del capital en la metrópolis barcelonesa
El Área Metropolitana de Barcelona (AMB) alcanza 636 kilómetros cuadrados y está habitada por más de 3,3 millones de personas, un 43% de la población de Cataluña. Es una de las áreas metropolitanas más grandes de Europa. El ecosistema de este territorio incluye nuestra interacción y dependencia con los deltas del Llobregat y del Besòs y con el parque natural de Collserola, pero esto es solo una parte del conjunto de relaciones de un metabolismo más complejo. El proceso de urbanización que se ha extendido durante las últimas décadas ha transformado radicalmente el ecosistema barcelonés.
Un año antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos del 1992, el economista Joan Martínez Alier analizaba la operación inmobiliaria de la Vila Olímpica y toda la obra urbanística que se extendía detrás de Collserola. Es preciso no olvidar que a finales de los años 60, los intentos de recalificación de esa zona fueron denunciados por el movimiento vecinal como un intento de reapropiación por parte de las clases altas de una área habitada por la clase trabajadora. Décadas más tarde, se pasó por encima de esta denuncia con el Plan General Metropolitano y, con más crudeza, con el Plan Especial de la Vila Olímpica. La operación del litoral hacia el Besòs se materializó definitivamente con la transformación del Front Marítim del Poblenou y la creación del barrio de Diagonal Mar.
La ciudad se ha hecho para circular de forma masiva en transporte privado y consume cantidades enormes de energía y materiales
Estas operaciones han ido configurando una ecología muy particular: la del capital. El ecologismo de los ricos ha ido construyendo un territorio basado en un urbanismo de ocupación progresiva de la periferia. Una producción urbana diseñada para circular de manera masiva con transporte privado y que necesita cantidades enormes de energía, especialmente eléctrica y combustibles fósiles, así como de materiales, ya sean alimentos, agua o bienes de todo tipo. En los municipios con una renta familiar disponible más alta es donde se consume más electricidad y más agua y donde se expulsan más residuos. También son los que generan más emisiones de gases de efecto invernadero, si bien por debajo de los municipios con mucha actividad industrial.
Todo esto ha avanzado guiado por una apuesta ciega por el urbanismo por fragmentos, totalmente inverso a una ecología integrada. El resultado es un territorio modelado por el imperativo inmobiliario. Tal como afirmaba Martínez Alier “el mito de la Barcelona de los fabricantes tiene que sustituirse por la realidad de la especulación del suelo urbano”.
Comprender la interdependencia entre el espacio construido y el espacio abierto es imprescindible para un buen planeamiento del sistema metropolitano de Barcelona. Un estudio actual sobre estas dinámicas alerta sobre cómo la crisis climática y el cambio en las cubiertas y los usos del suelo impactan en el funcionamiento del territorio metropolitano y en su capacidad para integrar biodiversidad y proveer bienes y servicios ecosistémicos. Efectivamente, el cambio de usos del suelo más importante en los últimos treinta años ha sido la expansión urbana, que ha aumentado un 70% en la Región Metropolitana de Barcelona y un 37% en el AMB. En el corazón de este proceso encontramos un aumento de infraestructuras y de áreas urbanas.
Estos cambios en los usos del suelo a causa de la urbanización han producido una importante fragmentación del territorio y la consiguiente pérdida de funcionalidad ecológica del paisaje. También ha supuesto el abandono de la actividad agraria, con una caída constante en la superficie agrícola que, entre 1987 y el 2017, se redujo un 25% en el AMB y un 18% en la RMB. Esto ha acelerado la reducción progresiva de la soberanía alimentaria de la región, cuestión clave para cerrar los ciclos metabólicos del sistema urbano. Otro indicador destacable es el consumo de energía: los combustibles fósiles representan casi el 80% frente al consumo de energías renovables, que oscila entre el 10% y el 12%, seguidas por la energía nuclear. Las emisiones directas de CO2 asociadas al consumo de energía no muestran patrones de descenso y, desde el 2014, existe un efecto sostenido de anomalía en la temperatura que ha sido de al menos 1 °C por encima de la media del periodo 1961-1990.
El puerto, la Zona Franca y el aeropuerto son los centros de gravedad de la actividad logística y económica de la ciudad
Todas estas dinámicas son, en gran medida, producto de una reorganización intensiva del territorio iniciada en los ochenta y que se radicaliza en los noventa, basada en la deslocalización de la actividad fabril y el diseño de entornos especializados en servicios. Una época en la cual se incrementa la relevancia del turismo, el consumo y la promoción inmobiliaria. El Puerto de Barcelona, la Zona Franca y el Aeropuerto del Prat se consolidaron como centros de gravedad de la actividad logística y económica de la ciudad. Los macroeventos y la «puesta en valor» de la zona litoral se incorporaron a las estrategias de adaptación al nuevo escenario global. Derivado de estos procesos, se fueron incrementando los problemas de acceso a la vivienda, la privatización del espacio público o la carencia de equipamientos en barrios periféricos. Nunca se cumplió la promesa de los gobiernos socioliberales de reservar suelo público durante las grandes operaciones inmobiliarias.
Siguiendo los patrones de las urbes modernas, los lugares para habitar, trabajar o para el ocio han tendido a estar físicamente separados en espacios monofuncionales. Las periferias, tanto regionales como transnacionales, han sido convertidas en maquilas, despensas o vertederos del casco urbano. En el territorio metropolitano se ha ido creando un gran núcleo, Barcelona, que necesita una ingente entrada de agua, energía y alimentos que expulsan una enorme cantidad de residuos. En 2022 se produjeron 1,51 millones de toneladas de residuos en el AMB de los cuales solo se reciclaron un 26,4% y se compostaron un 12%. Respecto a los residuos gaseosos, el territorio metropolitano emite 13 millones de toneladas de CO₂ anualmente. A la vez, el metabolismo energético de Barcelona depende mucho del exterior, con flujos energéticos (incluyendo los alimentarios) que provienen de fuentes que se encuentran a miles de kilómetros de distancia.
Más devastación del territorio es sinónimo de más desigualdades sociales
Esta reordenación capitalista del territorio y el metabolismo resultante no producen «impactos sociales» como si se tratara de una consecuencia externa. En realidad, la lógica causal es inversa: la desigualdad es una condición indispensable para la metrópolis capitalista. En las últimas décadas se ha incrementado la separación entre ricos y pobres tanto por barrios como especialmente por municipios. Tenemos municipios enteros que son territorios residenciales de urbanizaciones dispersas y de casas para clases medias y altas.
El crecimiento del turismo implica privatizar el territorio, más consumo fósil y explotar mano de obra barata
El crecimiento del turismo ha ido ligado a la privatización del territorio, la apertura de mercados de suelo, la aceleración del consumo fósil y la explotación de fuerza de trabajo barato. La terciarización de la economía y la precariedad estructural del trabajo obligan a la clase trabajadora a nutrirse con comida barata, a moverse intensamente de una zona a otra y a consumir más energía fósil. La conclusión es que no hemos escogido libremente no ser sostenibles, sino que este modo de vida está ligado a condiciones estructurales. A este cóctel ecocida tenemos que sumar la predilección del capital por una de las mercancías con mayor valor de uso: la vivienda.
Desde hace más de medio siglo, se insiste en que la única manera de obtener ingresos y escalar socialmente es mediante la inversión inmobiliaria. Contrariamente, si algo perfila más las causas de la crisis ecosocial es el acceso a la vivienda. En el AMB los gastos relacionados con el alquiler o la hipoteca suponen de media el 37% de los ingresos de una economía doméstica. Sumando facturas de agua, luz y gas, vivir bajo un techo se lleva algo más del 50% de los ingresos. Si añadimos lo necesario para vivir, como alimentos, ropa y mejoras de la vivienda, y para trabajar, como el transporte o el teléfono, casi el 90% de los ingresos van a gastos para la supervivencia. Este consumo doméstico es uno de los tres sectores que más CO₂ emite (20,4%), por detrás de los servicios (20,59%) y del transporte (27,41%). En paralelo, avanza un proceso que aumenta más la brecha social: la generación nacida a partir de los ochenta tiene mucho más complicado acceder a la propiedad que las dos anteriores. Aquello que definirá la medida de esta brecha es la herencia: quién recibirá una propiedad, o una ayuda familiar para acceder, y quién no. La realidad es que 7 de cada 10 inquilinos no esperan heredar ninguna vivienda y cada vez menos manos concentran más propiedades.
Un ecologismo popular no puede centrarse en los “problemas del medio ambiente”
La metrópolis capitalista, como muestra el caso barcelonés, más que hacer uso de la naturaleza es una manera de producirla y organizarla. Las posiciones dominantes en la economía mundial construyen su propia ecología: siguiendo el imperativo de la espiral de crecimiento, valorizan ciertas formas de trabajo y de apropiación de materias primas mientras ignoran selectivamente otras dimensiones, como el trabajo reproductivo, los servicios ecosistémicos o el impacto de los residuos y el extractivismo. La devastación del territorio y el desarrollo de un metabolismo inestable son dinámicas ligadas al abaratamiento del trabajo, el encarecimiento de la vida y al enriquecimiento de unos pocos.
Frente a este proceso, podemos continuar insistiendo en “los problemas del medio ambiente” como un fenómeno desligado de esta realidad territorial y social, tal y como ocurre en las cumbres del clima. El problema es que tendremos como resultado un ecologismo de los ricos.