03/03/2023 | 06:00
En junio de 2020, Larry Fink, actual presidente de BlackRock, lanzaba un emotivo mensaje: “Tengo 68 años y siete nietos. Quiero dejar un planeta mejor para ellos”. Es curioso. Se refería al mismo planeta donde BlackRock opera como principal inversor en las ocho mayores empresas petroleras y controla acciones en compañías fósiles por un valor de 87.300 millones de dólares. ¿Vamos a ver al presidente de la principal gestora mundial de activos y fondos encadenarse a la puerta de su propio despacho? ¿O tal vez lanzando pintura a su equipo de seguridad? El mensaje continuaba con un giro de guion, aunque poco inesperado: “Quiero dejar un planeta mejor para mis nietos, pero no lo hago por razones ambientales: soy responsable del dinero de otras personas, y el cambio climático está afectando a sus inversiones”.
Meses más tarde en la carta anual a sus consejeros, Larry Fink aclaraba sus ideas afirmando que el riesgo climático es riesgo de inversión, pero la transición climática es una oportunidad de inversión histórica. No cabe duda sobre cuál puede ser la opción ganadora: eliminar ese riesgo para el sector privado a través de transferirlo al balance del Estado, es decir, aumentando la deuda pública. BlackRock ya trabaja en esa opción con los Climate Finance Partnership, una forma de “colaboración público-privada” ligada a la inversión de infraestructuras de energía renovable en Asia, América Latina y África. Efectivamente, son estrategias que facilitan el beneficio privado a través del endeudamiento público impulsadas por la agenda del Banco Mundial y las directrices del G20 para convertir las infraestructuras en activos financieros. No son una rareza, sino que forman parte del paradigma dominante en la financiación del desarrollo para facilitar que el capital privado explote al Sur global. El mayor accionista en compañías fósiles se postula como comisario y mediador financiero de la transición a renovables. Es el mismo que financia la guerra y se ofrece para reconstruir Ucrania. Al capital le da igual uno o lo contrario mientras suene a beneficio.
Estos movimientos de BlackRock no son campañas de greenwashing, sino parte de su misión fundacional: comprar barato para vender caro y garantizar beneficios a sus clientes. Puede ser carbón, petróleo, litio, viviendas, frentes litorales o parques eólicos. El mandato del beneficio no entiende de usos o necesidades: solo de dinero dotado de poder para hacer más dinero. Si la operación de compra o inversión supone riesgos, la misión de los soldados de las finanzas es aminorarlos por la vía que sea. Si para ello deben negociar estratégicamente con el marco del desarrollo sostenible o con la transición justa, pues juegan sus cartas y lo integran en su bolsa de servicios. Se pueden permitir el lujo de ser ecologistas convencidos o negacionistas. En realidad, es indiferente. Su posición y su peso político en las negociaciones no están marcados por la ética, sino por el grueso de sus activos y sus expectativas de beneficio.
BlackRock va a la cabeza, pero no camina sola. Las 10 mayores empresas de gestión de activos controlan en su conjunto 44 billones de dólares, que es la suma de los PIB anuales de Estados Unidos, China, Japón y Alemania. Su itinerario hacia el beneficio combina disciplinamiento del trabajo, evasión fiscal y estrategias para absorber fondos públicos o para desplazar el riego privado al Estado.
La economista experta en macrofinanzas Daniela Gabor denomina Consenso de Wall Street al paradigma de eliminación de riesgos conducido por alianzas público-privadas ligadas a la transición a economías bajas en carbono. Tanto las infraestructuras como la naturaleza pasan a ser modeladas como activos financieros siguiendo los criterios de los objetivos de desarrollo sostenible de la ONU. De esta manera, los administradores de activos del Norte global pueden absorber fondos dirigidos a los países pobres y tomar decisiones de asignación a nivel global.
Un caso flagrante es el del Senegal, que dispone de abundantes potenciales de recursos renovables como la energía solar y la eólica. En la última década, el Estado senegalés ha construido un entorno de incentivos fiscales para la inversión y ha aplicado reformas en el sector energético para favorecer la apertura y liberalización del mercado. En un informe de 2017, la consultora Deloitte señalaba a Senegal como un territorio ideal para levantar dinero. Diversos promotores privados extranjeros han construido numerosas plantas fotovoltaicas y un parque eólico durante los últimos años. Todas estas operaciones incluyen instrumentos de mitigación de riesgos a través de la Agencia Multilateral de Garantía de Inversiones del Banco Mundial.
El dominio financiero colonial con la presencia de bancos extranjeros en Senegal, especialmente franceses y británicos, es clave para entender la financiación de las renovables. Si bien los instrumentos y los actores implicados han cambiado, no se trata de una dinámica del todo nueva. La introducción de combustibles fósiles en Senegal, que recordemos que fue la colonia más antigua de Francia en África, no solo generó un enorme endeudamiento, sino mayor dependencia tecnológica, económica y política. La financiación de la infraestructura durante esa época fue a manos de empresas privadas que recibían subsidios públicos franceses o a través de empresas estatales francesas. La estructura financiera de las renovables en Senegal reproduce patrones coloniales, raciales y capitalistas de sus fases anteriores. Visto a escala planetaria y tomando en cuenta las dinámicas extractivistas de minerales, la subordinación a las finanzas y el régimen neocolonial ya son rasgos distintivos de la transición.
Hay un nuevo ecologismo de los ricos: lo importante no es mitigar el cambio climático, sino eliminar el riesgo climático para sus empresas
En un reciente congreso sobre “finanzas responsables” organizado por Financial Times, uno de los ponentes sorprendía a la audiencia con una presentación titulada “Por qué los inversores no deben preocuparse por el riesgo climático”. Era Stuart Kirk, jefe de Inversión Responsable de HSBC, el octavo banco más grande del mundo en número de activos y el segundo de Europa. En su intervención defendía la necesidad de una transición justa y el reto de innovar en los criterios ambientales, sociales y de gobernanza para guiar las “inversiones sostenibles”. Al mismo tiempo y sin romperse el traje, afirmaba que el PIB global va a seguir subiendo, que tonto el último y que no es preocupante si en unas décadas Miami está a 6 metros por debajo del nivel del mar, puesto que eso ya ocurre en Ámsterdam y es un lugar maravilloso.
Junto a las operaciones de subordinación financiera, este tipo de posiciones describen perfectamente el ecologismo de los ricos. Lo importante no es mitigar el cambio climático, sino eliminar el riesgo (privado) climático. La transición no es tanto un proceso ecológicamente necesario como un negocio que se debe acelerar. Es el ecologismo de los negacionistas con paguita y de estos nuevos CEO de Wall Street, cuya misión es la misma de siempre, pero llegan a los congresos en bicicleta y dominan el lenguaje de las ONG.
Se dice que resultan preocupantes las posturas que aceptan actuar frente al cambio climático, pero que no parecen comprender su urgencia. Es el llamado retardismo climático, que algunos relacionan con el eslogan “Renovables sí, pero no así”. Sin embargo, hay quienes incluso siendo negacionistas quieren acelerar las inversiones en sectores clave de la transición. Su posición está anclada en garantizar el beneficio para sus clientes y accionistas. Para ellos, lo que manda es la urgencia del beneficio, que felizmente encajan con la urgencia climática. Una especie de “retardismo capitalista” que, con las contradicciones asumidas por algunas posiciones ecologistas, comparte con ellas el relato de que descarbonizar la economía es lo principal y lo demás es secundario. Hay que reconocer la audacia negociadora de los promotores de la solución capitalista a la crisis ecológica pero, sobre todo, una depurada habilidad para hacer coincidir el sentido común con el de su dinero.