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Opinió
María Sánchez

María Sánchez

Veterinària i escriptora

Siempre habrá una semilla

Acercarnos a la semilla puede ser una buena herramienta para cambiar la manera de habitar el territorio y de relacionarnos

27/12/2023 | 06:00

Foto: IVAN GIMÉNEZ.

Hay historias que una constantemente lleva consigo. Hacen mella, se guardan —muchas veces sin pensarlo o quererlo—, quedan bordadas en nuestra memoria. También se heredan. Cuando comparten con nosotras un relato, a menudo se enciende algo dentro qué aún no sabremos nombrar. Aparece ante mí, aquí, la imagen de la palabra hablada, una que se transmite y se dispersa como muchas semillas que han evolucionado adaptándose al comportamiento de los animales trashumantes, como las ovejas.

El trébol subterráneo (Trifolium subterraneum), por ejemplo, pasa mucho tiempo sin germinar para evitar la extinción: así se asegura de que siempre, en el suelo, haya un banco de simientes de su especie y no desaparezca. Lo hace en plena fase de maduración, como si clavara una lanza en la tierra para evitar que las semillas sean devoradas por los animales que pastorean el lugar. Este trébol es una especie anual que pasa el verano en forma de semilla. Las envuelve en un glomérulo de cálices no fértiles que las protegen, de esta forma consiguen que no se pierda la humedad. Así, parece que estas semillas no se entendieran sin actividades como el pastoreo: los animales las consumen por su alto contenido en proteína y se convierten, sin saberlo, en los elegidos para transportarlas y hacerlas germinar en otras zonas diferentes a la de origen.

Otras como el Medicago polymorpha, conocido como el trébol carretón, tienen otras maneras de expandirse y de ser: se enganchan en el lomo de un animal trashumante —la lana de las ovejas—, para germinar en otra tierra lejos de donde comenzó la vereda. La vida sigue a través de este vínculo maravilloso entre el animal, la semilla y el territorio.

“La voz humana que guía el rebaño y hace posible el sendero junto a las pisadas de los animales también conduce a las semillas transportadas”

De estos cruzamientos también formamos parte, aunque la mayoría de las veces no reparemos en ellos. La voz humana que guía el rebaño y hace, junto a las pisadas de los animales día tras día, posible el sendero también conduce, en cierto modo, a las semillas transportadas. También somos nosotras transportadoras de historias e instantes. Lo pienso a menudo desde que vi Las playas de Agnès, el maravilloso autorretrato de la directora francesa Agnès Varda. Hay un fotograma que despliega el hechizo. En la playa, frente a la cámara, nos dice: “Si abriésemos a las personas, encontraríamos paisajes“. Desde entonces, no dejo de pasear por todos esos paisajes que hay dentro de mí.

Pero quiero ir más allá, no quedarme en la panorámica de la escena: un bosque, una campiña, una dehesa, unos brazos que se continúan con la azada para preparar el huerto, unas cabras ramoneando, una cierva y su cría escondiéndose entre los matorrales para llegar al venero, unos espárragos desplegándose entre otras plantas mientras un cuerpo los busca. Soy todas las escenas y muchas más, sé que algunas no regresarán a mi memoria, pero quedan latentes algunos de los elementos que hicieron posible ese ecosistema. Qué bien lo contó Jorge Teillier en este verso: “Todo lo que está aquí / parece estar verdaderamente en otro lugar”. ¿Qué hace posible un paisaje? ¿Qué semillas, vínculos, saberes y oficios hay detrás de cada uno? ¿Qué sabemos de todo este paisaje vivo y oculto que va más allá de la superficie y la primera mirada?

“Todos los saberes que hay en la mano de una campesina también posibilitan el conocimiento que se da hoy en una academia”

Venimos del polen, de un rayo de luz, compartimos átomos con otros seres, estamos hechos de la misma materia que las estrellas. No podremos romper el único relato antropocéntrico si dejamos a un lado todas las culturas de los habitantes que dan vida al territorio. Todos los saberes que hay en la mano de una campesina también posibilitan el conocimiento que se da hoy en una academia. Quizás, en estos tiempos en los que vivimos atravesados por la duda, el temor, la nubosidad que empaña el futuro, podría ser un buen ejercicio mirar atrás, recordar y conocer de dónde vinimos para tantear y debatir hacia dónde queremos ir.

Mi padre me lo contó cuando era pequeña, con otras palabras: trabajaba en un proyecto de agroforestería, en Quetzaltenango, Guatemala, a principios de los noventa. La imagen viajó desde el otro lado del océano hasta acá, prendida como simiente: los indígenas siempre sembraban el maíz en golpes de tres semillas: dos para la tierra —contemplando la posibilidad de que algunas semillas no germinasen—, y la tercera, para los otros habitantes con los que compartían casa: los ratones.

Curioso que la primera acepción de la palabra cultura sea cultivo, de la tierra. En esta rueda de precariedades e inmediatez, acercarnos a la semilla puede ser una buena herramienta para abrir la mirada, para cambiar la manera de habitar el territorio y de relacionarnos, no solo entre nosotros mismos, sino con el resto de seres con los que compartimos la tierra. Por mucho que algunos se empeñen, estamos hechos y somos hoy gracias a la interdependencia, a esos hilos invisibles y benditos que dan vida cada día a este mundo lleno de otros mundos pequeños y diversos.

* La versió en català d’aquest article apareix publicada originàriament a la revista ‘Aliment’, editada per CRÍTIC i Pol·len Edicions i disponible a la nostra Botiga. Si sou subscriptors/ores de CRÍTIC, us l’enviem gratuïtament a casa.

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