27/09/2024 | 06:00
El pasado 10 de septiembre, el Congreso de los Diputados votó a favor de una simbólica proposición no de ley del Partido Popular (PP) que instaba al Gobierno español a reconocer al líder opositor venezolano, Edmundo González Urrutia, como “presidente electo” de Venezuela. En la intervención de defensa de la proposición, Cayetana Álvarez de Toledo interpeló a la izquierda: “Hay una izquierda tuerta que sólo ve dictaduras de derechas o que piensa que Maduro es un dictador pero, al menos, es nuestro dictador. Al blanquear a Maduro, se ensucia a sí misma”. E instaba a la izquierda a aprender el presidente chileno, Gabriel Boric, quien se ha pronunciado en varias ocasiones denunciando el “régimen de Maduro”, tildándolo abiertamente de “dictadura” y posicionándose del lado de una izquierda “profundamente democrática que respete los derechos humanos sin importar el color de quien los vulnere”.
Estas últimas palabras fueron parafraseadas por Álvarez de Toledo tratando de sacarle los colores a la izquierda, llevándola a una supuesta contradicción: si defiende al Gobierno de Maduro, no puede defender los derechos humanos ni la democracia. Es más, ni siquiera se puede decir de izquierdas porque Maduro no lo es y, si lo es, según este argumento, ensucia a la izquierda. Esta lógica no sólo es defendida por la líder del sector más ultra del PP sino que es una idea que hemos podido leer a otros referentes intelectuales de izquierdas, tanto en el Estado como en América Latina.
Pese a que los opositores venezolanos representan los mismos intereses de clase que el PP o Vox en España, o que Milei en Argentina, hay una izquierda que ha decidido confiar en su versión. Pero conviene hacer algo de memoria. La oposición venezolana ha dado en estos 25 años muestras de sus prácticas antidemocráticas para sacar el chavismo del poder: lock out petrolero en 2001, golpe de Estado en 2002, guarimbas en 2014 y 2017, intento de magnicidio de Nicolás Maduro en 2018, autoproclamación de Guaidó e instigación a un levantamiento militar en 2019 o invasión de mercenarios paramilitares en 2020, por poner sólo algunos ejemplos.
No es un caso aislado, en América Latina existen antecedentes históricos del modus operandi de las derechas cuando los sectores populares votan “mal” por gobiernos que los representan. Como ya ocurrió en el Chile de Allende, la oposición venezolana ha recibido financiación y apoyo de Estados Unidos de América (EE.UU.) para sus acciones. Gracias a un periodismo que ha dejado de ser tal en su aproximación a la realidad venezolana, la oposición ha logrado posicionar como única verdad su visión. ¿El resultado? Hoy tenemos a una opinión pública mundial convencida de que Venezuela “es una dictadura” y la oposición, su víctima. No sorprende, por tanto, que en este contexto y pese a estos antecedentes, haya una izquierda que haga de correa de transmisión de este marco de interpretación.
La difícil relación de la izquierda con la Revolución Bolivariana
La relación de la Revolución Bolivariana con la izquierda internacional no fue fácil desde sus inicios. Una parte de ella no la apoyó ni entendió nunca. El origen militar de Chávez, sus antecedentes golpistas, la ambigüedad ideológica o su apuesta inicial por una “tercera vía” generaban reticencias. La Venezuela chavista se veía como un experimento populista latinoamericano, con un líder caudillista, lejos de la tradición de la izquierda occidental. Paulatinamente, Chávez irá seduciéndola, pero no será hasta 2004 cuando empiece a hablar de socialismo. En 2009 hará la propuesta de una Quinta internacional que nunca prosperó.
De hecho, el camino se aclaró conforme avanzaba la reacción contra el nuevo orden político y constitucional: el horizonte de un ecléctico socialismo del siglo XXI, el liderazgo en la articulación de una geopolítica contrahegemónica, destinar los ingresos petroleros a unas políticas sociales que resarcieran la secular pobreza, la creación de un marco legal revolucionario, o la ampliación democrática con la propuesta de construcción de un Estado comunal donde el poder se hacía más horizontal, colocaron al chavismo en la vanguardia de las luchas de la izquierda latinoamericano-caribeña. Los avances, como todo proceso revolucionario, se han dado en medio de grandes tensiones internas entre sectores revolucionarios que apuestan por reforzar la participación popular, y los reformistas o meramente nacionalistas; unidos a los choques con sectores de una burocracia, conservadora por naturaleza, que ni tiene voluntad real de avanzar en las transformaciones sociales ni de autodisolución.
Cierta izquierda denuncia la no fiabilidad de las pasadas elecciones y la represión de Maduro a la disidencia
En la actual coyuntura, cierta izquierda expresa su desencanto, que no es nuevo, denunciando la no fiabilidad de las pasadas elecciones y la creciente represión del Gobierno de Maduro a la disidencia. Pero quien hace distinciones entre Chávez y Maduro, basándose en lo que afirman los medios o ciertos analistas, debe saber que los mismos argumentos que hoy se utilizan para cuestionar a Maduro ya fueron usados en contra de Chávez. Las denuncias de irregularidades electorales, de ausencia de democracia, de autoritarismo, de persecución política, las discrepancias con el Partido Comunista de Venezuela o el no reconocimiento de la institucionalidad venezolana por parte de la derecha no comienzan con Maduro.
Tampoco es nuevo el intento de la derecha de desacreditar la legalidad venezolana apoyándose en lo que dicen líderes de la izquierda que han renegado de su defensa, como Boric. El mandatario chileno ejemplifica esa izquierda que aspira a ser aplaudida por el mismo sistema que desprecia su ideología, ignora su tradición de lucha e impide sus proyectos de transformación social. Una derecha que ya ha demostrado en el pasado que está dispuesta a utilizar cualquier medio, incluida la violencia, para reprimir toda alternativa de transformación social.
Esta izquierda reivindica la figura mártir de Allende, pero rechaza hacer el paralelismo con los ataques contra Maduro
Esta izquierda parece tener miedo a hablar de la Venezuela bolivariana desde parámetros propios, reivindicando su aportación a la transformación política y social de todo un continente. Se escuda en sus contradicciones para no tomar partido y no mancharse. Puede situarse en la tradición de defensa de los procesos, reformistas o revolucionarios, abortados en el pasado por EE.UU., pero es incapaz de realizar el mismo ejercicio cuando los golpes están produciéndose en tiempo real. Reivindica la figura mártir de Allende, pero rechaza realizar el paralelismo con los ataques contra Chávez antes y ahora contra Maduro. Una ofensiva que, vale enfatizar, no son contra unos liderazgos sino contra la lucha del pueblo que representan. No hace falta haber vivido en Venezuela, pero sí conocer la historia de América Latina, para saber cuál será el destino del pueblo chavista y sus intentos de construir una sociedad alternativa una vez la derecha vuelva al poder político: su exterminio para escarmentar al mundo.
La historia nos enseña que cuando la lucha de clases se encona y el poder real demuestra de todo lo que es capaz, siempre hay una izquierda que se enfoca más en las contradicciones de los procesos de transformación que en la necesidad impulsarlos, hasta el punto de que acaba identificándose con los argumentos de la parte contraria que, cabe recordar, está conformada por el imperialismo, los poderes fácticos y la derecha mundial. Da igual que en Venezuela no haya socialismo, cualquier leve desafío a los poderes hegemónicos desde principios soberanos es suficiente para provocar desestabilizaciones múltiples. Esto ocurre en el Sur Global pero también en el corazón de la Unión Europea (UE), como demuestra la Grecia de Tsipras. Ponerse a criticar a quien se defiende en este contexto es típico de una izquierda preocupada por una autocomplaciente pureza ideológica en momentos en que la urgencia es denunciar los ataques a la soberanía y autodeterminación de los pueblos.
La trampa de asumir el relato de la derecha en el caso de Venezuela
La izquierda no debe ser lo que la derecha quiere sino ser fiel a sí misma, a sus referentes ideológicos y a sus tradiciones de lucha. Ponerse del lado de la ultraderecha golpista latinoamericana no se encuentra entre ellas. Si es difícil defender valores de izquierdas compartiendo el marco de las derechas sobre la inmigración, también lo es realizando análisis sobre Venezuela que no se distinguen de los de la derecha internacional.
La izquierda debe poder analizar la realidad venezolana sin caer en el discurso hegemónico
Desde la izquierda debería poder analizarse la realidad venezolana sin caer en el discurso hegemónico. Esto no implica negar la adopción de posturas más pragmáticas por parte de los actuales dirigentes de la Revolución, la relegación del horizonte y discurso socialista, la búsqueda de una identificación con valores religiosos cristianos —no siempre progresistas—, o la continuidad de prácticas de cleptocracia, como se ha demostrado en el arresto por corrupción de algunos funcionarios chavistas. Significa, sencillamente, separar el grano de la paja y desechar los juicios categóricos que se establecen en los parámetros en los que la derecha, y el progresismo socialdemócrata, quieren plantear el debate. La aspiración de la izquierda nunca ha sido tener a “sus propios dictadores”, ni defender la democracia en abstracto, sino emanciparse colectivamente superando el capitalismo y la democracia liberal asociada a él.
Cuando las denuncias sobre la corrupción, la vulneración a los derechos humanos o la falta de democracia de un Estado se utilizan con una vergonzosa selectividad, es evidente que la derecha ha logrado su propósito. Si la vulneración de derechos humanos debe ser denunciada, la haga quien la haga, debemos preguntarnos por qué las presuntas vulneraciones a los derechos humanos que perpetra el Estado venezolano sirven para decretar su carácter dictatorial mientras similares —o más graves— vulneraciones a los derechos humanos de otros Estados ni siquiera conllevan el cuestionamiento de sus instituciones o de su gobierno cuando son amigos de EE.UU. o la UE. Sólo esta pregunta permite entender que el problema de la “comunidad internacional” con Venezuela no va de democracia ni de vulneración a los derechos humanos sino de su instrumentalización para desacreditar cualquier experiencia de autoafirmación soberana desde América Latina.
El papel de la izquierda internacional no debería ser colaborar al cierre de cualquier horizonte de posibilidad transformadora
Son los mismos EE.UU. de Abu Ghraib, de Guantánamo, el país que no tiene problemas en apoyar a dictaduras petroleras como la de Arabia Saudí, quienes denuncian la vulneración de los derechos humanos de los venezolanos por parte de su gobierno. Los mismos EE.UU. que no garantizan una sanidad universal a sus ciudadanos hablan de “crisis humanitaria” en Venezuela tras imponerle más de 900 medidas coercitivas unilaterales para provocar el ahogamiento de su economía y, con ella, de su población. Para liberar a los venezolanos de los supuestos crímenes de lesa humanidad que sufren por parte de su estado se vulnera la legalidad internacional aplicando medidas que están conceptualizadas como armas de guerra, contrarias al derecho internacional, por tanto, ilegales e ilegítimas. Un auténtico despropósito.
El papel de la izquierda internacional
Equivocarse analizando los procesos de transformación lleva, a menudo, a confundirse de enemigo. La izquierda internacional debe reflexionar sobre si ponerse al lado de ciertos marcos de análisis facilita la causa de la justicia social y la redistribución de la riqueza que dice defender. No parece que sumarse a la estrategia interesada de los poderes hegemónicos de criminalización de los gobiernos de la izquierda latinoamericana sea la mejor forma. El papel de la izquierda internacional no debería ser colaborar al cierre de cualquier horizonte de posibilidad transformadora, sino ayudar a ensancharlo. Deslegitimar la institucionalidad venezolana no va en sentido democratizador. Defender la soberanía y la legalidad venezolana, sí. De hecho, ayuda a la izquierda crítica del país a luchar por una mayor profundización revolucionaria en el marco de su proceso.
La mejor manera de acompañar estas reivindicaciones por parte de la izquierda foránea sería hacer, en primera instancia, de dique de contención de los ataques que provienen de su territorio desarticulando la hipocresía de quienes denuncian selectivamente a Venezuela para justificar su intervencionismo golpista. Para ello no es necesario abrazar al Gobierno de Maduro, ni siquiera simpatizar con él; sólo hay que entender cómo funciona la geopolítica y no perder de vista que todo conflicto nacional está condicionado —y muchas veces, espoleado— por los intereses de las potencias, más aún en el Sur Global. El anarquista Noam Chomsky es una buena muestra de este internacionalismo que, antes de dar lecciones a otros, empieza por barrer su propia casa. No es cinismo ni incapacidad de ver o denunciar las injusticias o incoherencias internas, es huir de las prioridades de denuncia parcializadas que imponen los poderes hegemónicos jerarquizando la gravedad de las vulneraciones a los derechos humanos en función de si quien las comete es su aliado geopolítico.
La defensa del marco de posibilidad que permite la emancipación de los pueblos es una prioridad vital. Negarla es abonar el terreno a que la izquierda nunca pueda gobernar con su propia agenda. Esto pasa hoy, como ayer, por apoyar a la Revolución bolivariana y el derecho del pueblo venezolano a la autodeterminación. Este pueblo ha elegido a su dirección política. Pero Maduro no debe gustar ni representar a la izquierda internacional, debe representar a los venezolanos y venezolanas y responder ante ellos. Si hay una izquierda en el país que considera que no la representa, ésta debe conformar una alternativa que obtenga el apoyo del pueblo al que quiere dirigir. Asociarse con la derecha en esa tarea, o compartir discurso con ella, le quita toda credibilidad ante la izquierda mundial. La pugna interna debe darse bajo las coordenadas del proceso bolivariano, donde el pueblo venezolano debe dirimir el choque de estrategias diferenciadas. Si no se hace bajo estos parámetros, estaríamos ante una reversión contrarrevolucionaria que no garantizaría siquiera posiciones más a la izquierda de las que actualmente tiene el Gobierno de Maduro.
El proceso bolivariano tiene sus raíces antes de Chávez y seguirá existiendo después de Maduro; su protagonista es el silenciado pueblo venezolano
Un primer paso para ayudar desde fuera sería huir del simplismo y unilateralismo con el que se presenta desde los medios hegemónicos la realidad de Venezuela, donde sólo se oyen voces opositoras. El proceso bolivariano tiene sus raíces antes de Chávez y seguirá existiendo después de Maduro porque su protagonista es el silenciado pueblo venezolano chavista. Su legítimo representante institucional es hoy el Gobierno de Nicolás Maduro. Hasta que no se demuestre el supuesto fraude, ganó las elecciones del pasado 28 de julio. Si la no publicación de los datos desagregados por parte de las autoridades electorales, como establece la ley, no permite creer en la victoria de Maduro, unas actas parciales y no verificadas en una página web no oficial tampoco demuestran la victoria opositora. Si estamos ante una cuestión de credibilidad: ¿por qué la izquierda debería confiar en una oposición que ha mentido desde el inicio de la Revolución Bolivariana?
Las interpretaciones que quieren presentar todo apoyo a la legitimidad del Gobierno venezolano como un ejercicio de nostalgia de una izquierda conservadora, anquilosada, incapaz de hacer ninguna crítica, suelen enunciarse por una izquierda que rehúye el compromiso político con los procesos realmente existentes y sus contradicciones. En contraste, el internacionalismo de tradición socialista y marxista que practican fuerzas políticas revolucionarias en América Latina o en el Estado español, ilumina el camino. Reivindicar lo que podemos aprender de estos procesos, apoyando a sus pueblos y sus dirigencias en la lucha contra la ultraderecha, en vez de darles lecciones, sería un primer ejercicio de humildad necesario. Seguramente mucho más útil para ayudar en la profundización de un proceso revolucionario, que todavía está vivo en territorio venezolano, que decretar juicios morales y dar cartas de validación revolucionaria o, simplemente democrática, desde la distancia.