14/05/2020 | 11:51
Desde el 13 de marzo vivimos sometidos a un bombardeo constante de cifras sobre el coronavirus. Primero fueron los muertos, las UCI y la curva de contagios. Después, los anuncios de planes de rescate a la economía y a las empresas ante la crisis derivada de la parada forzosa. Pero en toda esta crisis ha habido una parte de la ciudadanía que ha sido ninguneada sistemáticamente: los niños y las niñas. Primero, el Estado decidió encerrarlos en casa bajo uno de los confinamientos más estrictos de Europa, con el argumento de que eran un vector de contagio mayúsculo (a pesar de que ahora algunos datos avalan que quizás no es así). Y, ahora, cuando comenzamos la desescalada, los niños vuelven a ser los grandes olvidados y no son una prioridad para nadie. Porque, a diferencia de los adultos, el desconfinamiento no servirá para que recuperen una de las partes esenciales de su vida que, además, es un elemento de cohesión social de primera magnitud: la escuela.
En la distopía que nos ha tocado vivir, los centros comerciales y las iglesias abrirán antes que las escuelas, y los adultos podremos coger el metro cada mañana en hora punta para ir a trabajar, pero los niños no podrán ir a clase. En esta distopía, además, los gobiernos no ofrecerán ninguna alternativa a esta situación a los miles y miles de familias afectadas: combinar el trabajo y la crianza de los hijos será un problema estrictamente personal de cada cual. Si puedes teletrabajar, ya harás malabarismos. Si debes trabajar presencialmente, búscate doblemente la vida… ¡O deja el trabajo!
Pensemos en ello un momento: estamos hablando ya de abrir bares, restaurantes, peluquerías, ferreterías… ¿Y de verdad que a todo el mundo le parece normal que las escuelas no puedan volver a funcionar hasta septiembre, y que incluso haya quién se atreva a plantear que, cuando eso pase, los niños tendrán que ir a clase por turnos, de 15 en 15? En realidad, este despropósito confirma que la educación no es prioritaria en este país, y mucho menos aún para los comités de expertos y los políticos que están gestionando la crisis del coronavirus. Se podría llegar a pensar que la situación de los niños no les inquieta porque quizás estos expertos y políticos tienen personas a sueldo — probablemente, mujeres y migrantes— desarrollando tareas de cuidado y educativas de sus hijos. Pero quizás esto sería ser muy malpensado.
En nuestra distopía particular, los responsables de la Conselleria y del Ministerio de Educación mantienen un perfil bajo incomprensible teniendo en cuenta la gravedad de la situación. La ministra de Educación, Isabel Celaá, apareció en una entrevista diciendo que el curso próximo las clases no podrán tener más de 15 alumnos, sin plantear ninguna alternativa a las familias, a los niños y a los docentes. No es normal que una ministra de Educación pueda hacer unas declaraciones así, sin plantear ningún tipo de alternativa, y quedarse tan ancha. Si, además, lo dice una ministra de un Gobierno de izquierdas, es para echar a correr. El conseller de Educación de Catalunya, Josep Bargalló, no ha hecho una rueda de prensa en dos meses, y de los planes de su Departament nos enteramos por filtraciones de reuniones con los sindicatos o en algunas entrevistas. Justo es decir que en una última entrevista en Ràdio 4, Bargalló ha propuesto que en septiembre todos los alumnos estén en la escuela “siempre”, y que habrá que adaptar espacios. Mientras tanto, más al norte, el ministro de Educación del gobierno de derecha liberal de Francia defiende que los niños tienen que volver a la escuela “ya”: “es difícil imaginar un niño de siete años sin escuela durante seis meses, y más si viene de un entorno desfavorecido”.
¿Dónde están los Fernando Simón y Oriol Mitjà de la educación?
Hemos tenido cada día durante meses 24 horas un comité de expertos de la sanidad y de las epidemias analizando del derecho y del revés la evolución del virus y sus víctimas, con ruedas de prensa llenas de uniformados, de ministros y de gráficos. Hemos tenido decenas de epidemiólogos en ‘prime time’ explicándonos hasta el último dato del virus. Pero… ¿dónde están los y las maestras, los docentes y los educadores? ¿Qué espacio han tenido? ¿Dónde está el comité de expertos que tiene que salvar la educación pública? ¿Dónde están los responsables de aplanar la curva de la desigualdad que genera el cierre escolar? ¿Dónde están los Fernando Simón y Oriol Mitjà de la educación?
El Gobierno ha anunciado planes de choque para salvar la economía o el turismo, pero nadie habla de un plan de choque para la escuela
Es hora de pasar a la ofensiva y empezar a plantear alternativas radicales para una situación que ha afectado radicalmente a la vida de todos. Los gobiernos catalán y español han anunciado planes de choque para salvar la economía, el turismo, la cultura… ¡Pero nadie habla de un plan de choque para la escuela! Para la escuela no hay estado de alarma que valga. Después de 27.000 muertos y un confinamiento que ha tenido un impacto enorme sobre la vida de las personas, es incomprensible que el retorno de los niños y de las niñas a los centros educativos —se produzca ahora o en septiembre— no sea una prioridad nacional sobre la cual se esté pensando ya mismo. Se demuestra de nuevo que la educación pública nunca ha sido una prioridad de nuestros gobiernos. Necesitamos un Plan de rescate para la escuela pública y lo necesitamos ya, para que las escuelas puedan abrir las puertas cuanto antes mejor. El Estado y la Generalitat están invirtiendo millones en rescatar la economía: hay que hacer lo mismo con la escuela.
Todo esto no va solo de aprendizajes: va, sobre todo, de desigualdades. La escuela es un espacio de socialización esencial para aquellos niños en situaciones de vulnerabilidad social, económica o emocional. Lo recordaba el portavoz de la USTEC, Ramon Font, en este reportaje de CRÍTIC: “La escuela iguala y, si no estuviera segregada, igualaría mucho más. Si los alumnos se quedan en casa 24 horas al día, estas igualaciones desaparecen y todo lo que queda es desigualdad”. No son solo los problemas que implica la educación en linea (desde el sindicato USTEC, calculan que unos 360.000 alumnos no tienen ordenador y unos 180.000 ni siquiera conectividad). El problema va mucho más allá. En Cataluña hay 300 escuelas de máxima complejidad. En algunos casos, las familias de estas escuelas no tienen acceso ni a material fungible para hacer actividades, ni a libros o revistas. La educación en linea no podrá suplir nunca los aprendizajes culturales y sociales de la educación presencial. Educar no debería ser solo poner deberes y ejercicios. Hay aprendizajes que se hacen compartiendo, ideando, jugando, viviendo. Y esto no se puede hacer por Internet.
Hacen falta ideas radicales que trastoquen los esquemas
Hacen falta ideas radicales que trastoquen los esquemas de todo el mundo y, sí, sobre todo harán falta recursos públicos. Muchos. Si solo podemos tener 15 niños por aula, hay dos posibilidades: o hacemos que vayan en días alternos… o duplicamos las aulas (y los maestros). Si hemos sido capaces de transformar pabellones de baloncesto en hospitales de campaña con toda la tecnología necesaria en dos semanas, deberíamos ser capaces de convertir otros espacios públicos en escuelas provisionales todavía en menos tiempo. Si nos creemos que la educación pública es un pilar fundamental de nuestra vida en comunidad, debemos ser capaces de hacerlo. Y la máxima responsabilidad de que esto acabe pasando es del Govern de Catalunya, que debe poner los recursos.
Transformar un centro cívico en una aula de escuela no debe ser ni tan costoso ni tan complejo como transformar un pabellón deportivo en un hospital
Ciudades como Barcelona disponen de redes de centros cívicos y bibliotecas que podrían convertirse en aulas anejas a los centros escolares si finalmente esto llega a ser necesario. No tiene que ser imposible encontrar espacios relativamente próximos a los centros escolares, de forma que no debería suponer un gran problema logístico para las familias. Transformar una aula de un centro cívico en una aula de escuela no debe ser ni tan costoso ni tan complejo como transformar un pabellón o un hotel en un hospital. En escuelas de entornos rurales y menos masificados, el retorno a la escuela todavía debería ser más sencillo. Si el confinamiento ha sido urbanocéntrico, el desconfinamiento también lo será: ¡no se entiende que las escuelas de las zonas menos afectadas por el virus no estén preparando ya el retorno de los niños para las próximas semanas!
Y, al mismo tiempo, hay medidas que pueden aplicarse sin necesidad de hacer grandes gastos: si el problema son las aglomeraciones en la salida de las escuelas, se establecen turnos de salida escalonada (ya se hace así en muchos centros). ¡Y lo mismo con las entradas! Si el problema son las aglomeraciones en los patios, se establecen horarios para los diferentes cursos. Si los problemas son las aglomeraciones en el comedor, se establecen turnos (o quizás incluso algunos niños puedan comer en el aula).
Tal como ha pasado con los sanitarios, habrá que contratar más docentes
Evidentemente, todo ello sacudirá la vida de todo el mundo: de los maestros, de los equipos directivos, de las familias… Pero sobre todo lo que hará falta es dinero público. Mucho. Una revolución de este tipo requerirá la incorporación de batallones de docentes. Estamos en un contexto de excepción y, tal como ha pasado con los médicos, habría que agilizar la incorporación al sistema público educativo de nuevos maestros. Quizás, incluso, de estudiantes en prácticas o futuros docentes que todavía no hayan pasado las pruebas. Y, si hace falta, se puede hacer un llamamiento a los maestros jubilados para que se reincorporen excepcionalmente al sistema de forma voluntaria. Quizás algunos lo harían, tal como ha pasado con los médicos. Hay que tener en cuenta que se trata de medidas puntuales y extraordinarias. Lo mismo que ha pasado con la sanidad pública.
En países como Francia, Bélgica y Alemania los niños ya están volviendo a la escuela; aquí estamos diciendo que en septiembre no todos los niños podrán ir a clase presencial
Pero este plan de choque educativo no deberíamos esperar hasta el mes de septiembre para aplicarlo. Deberíamos ser capaces de que durante los meses que todavía quedan hasta septiembre, si fuera posible, los niños y las niñas recuperaran la escuela. Porque, después de meses encerrados en casa, el papel de la escuela como elemento de cohesión social es más importante que nunca. En países como Francia, Bélgica y Alemania ya están volviendo a la escuela, este mes de mayo. Mientras tanto, en España, estamos diciendo que no todos los niños podrán ir a clases presenciales en septiembre. Un buen retrato del valor que se da a la educación en este país.
Los niños deberían volver a la escuela tan pronto como sea posible. Y, si no pueden volver antes de julio, habría que garantizar que los casales de verano, algunos de los cuales ya tienen componentes educativos, pudieran hacerse con normalidad y que el coste de estos no recayera exclusivamente en las familias, como ahora está pasando. Ha habido voces, como la de Jordi Muñoz, que han planteado también que durante el mes de julio pudiera haber docencia presencial. Es una idea más que también descoloca algunos esquemas y que también requiere inversión pública y seguramente contratar a más maestros. Hay que plantear muchas ideas, ponerlas a debate y encontrar alternativas. Lo que no nos llevará a ninguna parte es el inmovilismo.
Aun así, la prioridad debería ser volver a las escuelas con la máxima normalidad. Y esto implica que el sistema público de salud debe ser capaz de funcionar de manera mucho más ágil y rápida a la hora de testar, detectar y aislar casos de la Covid-19. El confinamiento estricto y el cierre de las escuelas no son algo inevitable: son una consecuencia de la incapacidad de los gobiernos catalán y español de testar y rastrear el virus. Y esta incapacidad es consecuencia de los recortes de salud aplicadas durante los últimos diez años. Aquellos recortes que el expresidente Artur Mas dice que “se encontró” cuando llegó al Govern.
Combatir el miedo del virus: deberemos convivir con la incertidumbre
Pero, más allá de todo esto, hay un ejercicio de toma de conciencia social que debemos empezar a hacer: hay que combatir el miedo al virus que nos ha paralizado como individuos y como sociedad durante los últimos meses. El coronavirus seguirá existiendo. El confinamiento ha servido para intentar evitar que el sistema de salud se colapsase. Pero el virus no desaparecerá nunca del todo. Estará presente entre nosotros. Y la solución no será la vacuna. Porque la vacuna, en un mercado capitalista globalizado y salvaje, no llegará universalmente a toda la población de manera rápida y equitativa. Y, cuando encontremos la vacuna del coronavirus, quizás llegará otro virus peor.
La clave del futuro no es ninguna vacuna, ni quedarse encerrados en casa. Es aprender a convivir con la incertidumbre y a combatir los miedos que paralizan. Cuando la situación esté más estabilizada —y todos los indicadores señalan que empieza a estarlo, en algunos territorios más que en otros—, la vida deberá continuar. Y, si de verdad queremos que merezca la pena, tendremos que aspirar a conservar y valorar todavía más las cosas buenas de la antigua normalidad: porque debemos poder abrazarnos, manifestarnos, llenar las calles… En definitiva, vivir.
Hay que abrir las escuelas tan rápidamente como sea posible y buscar alternativas para hacerlo de manera segura. Hacerlo comporta riesgos. Pero también es un riesgo a largo plazo —y quizás peor— mantener la situación actual: más desigualdad, más pobreza, más precariedad… Debemos preguntarnos qué es peor: hacer un curso con la máxima normalidad posible, implementando todas las medidas de seguridad, con la posibilidad de que exista un rebrote, o dejar la mitad de los alumnos en casa, incrementando la desigualdad y la presión sobre las familias. Ahora es el momento de que el Gobierno catalán demuestre que de verdad cree en la educación pública, y es el momento de que los maestros y las familias trabajen más unidos que nunca para reivindicarlo.